IBON ZUBIAUR
Sábado, 4 de noviembre 2017
Como se sabe, la Revolución no debía tener lugar en Rusia, un país eminentemente agrario y atrasado. Pero su fuerza motriz resultó no ser el proletariado, como había previsto Marx, sino los soldados de un Ejército en descomposición. De ahí que a las revoluciones de 1917 en el Imperio Ruso (el primero en sucumbir a la guerra total) le sucedieran un año después las de las otras potencias derrotadas en la gran conflagración: el Imperio Alemán y el Austro-Húngaro. Aquí también el desencadenante fueron revueltas de soldados (la ‘revolución de los crisantemos’ en Budapest y el motín de los marinos en Kiel) que pronto se extendieron con la complicidad de los obreros: el 9 de noviembre se proclamaba la República en Berlín y el 16 en la capital húngara.
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Parafraseando involuntariamente la máxima atribuida a Lenin, según la cual una situación revolucionaria se da cuando los que gobiernan ya no pueden y los gobernados ya no quieren, Thomas Mann (que desde luego no era ningún antisistema) anotaba en su diario el mismo día 9: «Las revoluciones sólo llegan cuando no encuentran ya oposición (también en este caso ha sido así), y esa misma carencia demuestra que son naturales y que están justificadas.» El régimen estamental de los imperios centrales era insostenible, y el drástico deterioro de las condiciones de vida de la población durante la catastrófica guerra que habían iniciado precipitó su final sin gloria. Ante la huida de emperadores y príncipes, las masas se encomendaron a sus dirigentes de toda la vida: los de los dos partidos socialdemócratas, aupados a un Gobierno provisional paritario del SPD (mayoritarios) y el USPD (independientes).
El final de los Romanov
Tras la fractura a causa de la financiación de la guerra, los mayoritarios tenían la estructura y el arraigo; los independientes tenían la credibilidad. Pero mientras el USPD aspiraba a explotar la revolución con reformas democráticas y sociales que hoy sonarían elementales, los dirigentes del SPD se veían como «los administradores concursales del antiguo régimen» (la expresión es de Friedrich Ebert), que ahora querían gestionar ellos sin sobresaltos. Ni un solo cargo de la monarquía fue relevado, y el pacto de Ebert con el Ejército reservó a éste el monopolio de la violencia, que ejercería con saña contra los que habían soñado con arrebatárselo.
Orgía de violencia
Los sucesos de enero de 1919, magnificados tendenciosamente a «levantamiento espartaquista» (en realidad consistieron en una manifestación y la ocupación del diario ‘Vorwärts’, sofocada a sangre y fuego), brindaron la excusa para desmontar los Consejos de Obreros y Soldados (formados mayoritariamente por probos y moderados miembros del SPD) y asesinar a los líderes de izquierdas: Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg el 15 de enero, Kurt Eisner el 21 de febrero, Leo Jogiches el 10 de marzo. La amenaza que encarnaban estos dirigentes para la incipiente república era nula, y su talante pacifista y antiautoritario está fuera de toda duda: pretender que figuras como Luxemburgo o Eisner aspiraran a implantar una dictadura bolchevique carece de todo fundamento y añade el escarnio al crimen. Aún más brutales (si cabe) fueron los aplastamientos de las huelgas que se sucedieron en Alemania a comienzos de 1919, reclamando participación obrera en las empresas y el desarme de los paramilitares: la ‘masacre de marzo’ en Berlín dejó más de 1.200 muertos, que el ministro Nolke justificó jactándose de que él no se andaba con «sutilezas jurídicas».
Los únicos ensayos de inspiración bolchevique en el convulso año 1919 fueron los de Hungría y Múnich, y sólo en su fase terminal. El régimen de Béla Kun sucumbió a la intervención extranjera y a su propia incapacidad para gestionar el caos económico. El sóviet muniqués, proclamado con las tropas blancas ante portas, resistió dos semanas, a las que siguió una orgía de torturas y fusilamientos. Los chapuceros ensayos alentados en los años posteriores por el Komintern, de los que el último en una Alemania sacudida por la crisis y la hiperinflación fue el de Sajonia y Turingia en octubre de 1923, dieron carpetazo a toda esperanza de exportar la Revolución rusa, reforzando definitivamente a Stalin frente a Trotski. La URSS quedó así como único referente mundial de transformación duradera, aunque tras las intervenciones aliadas y la devastadora guerra civil se consolidaría sólo mediante el terror.
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Sería ocioso elucubrar sobre lo que pudieron ser las revoluciones centroeuropeas de 1918/19. Bien descorazonante es el balance de su aplastamiento, y no sólo en vidas humanas. Fracturó para siempre el movimiento obrero y alimentó la doctrina comunista del ‘socialfascismo’, según la cual la socialdemocracia sólo sería «un ala del fascismo» (Zinóviev) y ambos serían «no antípodas, sino gemelos» (Stalin); la cobardía de Ebert y de sus adláteres hizo aparecer como única alternativa de emancipación el bolchevismo quiliástico. Eugen Leviné (quizá lo más parecido a Lenin que produjo la revolución en Alemania) nos dejó un impresionante alegato en el juicio por el que sería condenado a muerte en Múnich, proclamando que «los revolucionarios somos muertos de permiso». Pese al respeto que merece la consecuencia de Leviné, tampoco hay que dejarse seducir por su retórica martirial. La revolución la hicieron justamente soldados que no querían morir y obreros hartos de ver a sus hijos pasar hambre. Resulta difícil extraer lecciones de su fracaso, pero es obligado reivindicar la justicia de su impulso.
Del reflejo al espejismo
Dolores Ibarruri ‘Pasionaria’ comenzó a colaborar en 1917 con dos periódicos socialistas, ‘La Lucha de Clases’ y ‘El Minero vizcaíno’. Como ella misma narra en sus ‘Memorias’, «mis trabajos literarios, toscos, pero sinceros, eran de admiración y de defensa entusiasta de la Revolución rusa». Fue una entre tantas consecuencias directas del largo proceso que desde Febrero a Octubre de aquel año irradiaba las conciencias de quienes clamaron contra los excesos del sistema capitalista. Los diarios mostraron la escalada histórica de aquel segundo y definitivo brote revolucionario que instaló al bolchevismo en el poder. La ciudadanía supo así de la Revolución de Octubre de 1917, codificando de manera contradictoria sentimientos, proyectos y compromisos que terminaron configurando un singular modelo comunista. El impacto de «nuestra revolución», como decía quien llegó a ser la secretaria general del PCE, es que dejó de ser vista como lejana e inaccesible. Del ejemplo al reflejo, pero también al espejismo. Todo indica, años después, la existencia de un largo proceso de construcción y destrucción, en el que ideas y acción imaginaron las directrices del éxito revolucionario, al modo y manera de lo acontecido en aquel gran imperio ruso. La comparación era inviable. Eran muchas las diferencias estructurales. Pero la actitud admirativa hacia la Revolución rusa fue tan evidente, y Lenin un referente tan indiscutible, que el aprendizaje político afianzado durante la siguiente década derivó en proyectos transformadores y de ruptura, extremadamente complejos. La huelga fue método y escenografía idónea. La huelga sacudió la zona minera en Vizcaya, numerosas áreas industriales y también agrarias.
El ‘17’ fue un catalizador que sirvió para que cristalizara el objetivo revolucionario en el País Vasco, donde la movilización fue icónica, aunque a la postre fracasara. La atracción rusa para los simpatizantes españoles suscitó, además, el efecto de una supernova. Las fórmulas entusiastas de muchos comunistas arquetípicos de la cultura y de la política españolas marcaron un itinerario de reafirmación, sin vuelta atrás, sobre las conquistas de la URSS. El viaje hasta la Rusia soviética se convirtió de este modo en el ‘grand tour’; un tipo de peregrinaje creyente que muchos consideraron imprescindible. Por otra parte, la didáctica de 1917 consolidó la acción reivindicativa de sindicatos radicales que planeaban otro futuro frente al desolador panorama social que acompañó a la Monarquía hasta su ocaso. Las propuestas no tardarían en desembocar en nuevos enfrentamientos macerados por un cainismo que interrumpiría todo tipo de esperanzas. El impacto de la Revolución rusa siguió siendo inspirador, sin embargo, entre quienes persiguieron la utopía comunista. La magia del año 1917 marcó, indudablemente, un antes y un después.
Autora: Mª Jesús Cava Mesa
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