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Los dos artistas, trabajando en su proyecto para Sabin Etxea. Museo Jorge Oteiza

La amistad con Oteiza, polos opuestos y complementarios

Una casa en la frontera ·

Los dos creadores compartían una curiosidad investigadora, casi antropológica, por el arte como expresión de la vida

Gabriela Acha

Sábado, 4 de mayo 2024, 00:12

Para Néstor Basterretxea vida y arte fueron un continuo inseparable. Su legado abarca dibujos, murales, esculturas, diseño, arquitectura y cine; diferentes formatos que se unifican ... en tanto que materializan su investigación sobre la identidad vasca y el lenguaje creativo; otro continuo inseparable que le unió a su amigo Jorge Oteiza. La actitud desconcertante y contradictoria del icónico escultor requería toda la paciencia de Basterretxea, quien contaba que el genio de su colega podía desembocar en gestos de desprecio y ternura en un margen de segundos. Pero ante todo, y como aseguró en múltiples ocasiones, Oteiza era «el mejor» en su campo y, para él, un hermano.

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Su amistad comenzó en Buenos Aires, poco antes del retorno de Basterretxea en 1952. El de Orio le recomendó en el concurso para realizar unos murales en la cripta de Arantzazu. Las ilustraciones de Basterretxea ofendieron a la orden franciscana y su trabajo fue borrado en 1955, dejando al artista perplejo. Aquella crisis coincidió con el desarrollo de otros bocetos para construir una casa-museo-taller donde ambos creadores habrían de vivir y trabajar. Gracias al arquitecto Luis Vallet, el edificio se construyó en 1956 en Irún, una ubicación simbólica por su cercanía con la frontera francesa.

A Oteiza le interesaban las fronteras que abren posibilidades y conectan, no las que dividen, y la misión del proyecto era disolver los límites entre vida y creación. Basterretxea cruzó su propia frontera personal tras instalarse en la casa, pasando del plano a la escultura. Su reconversión formal se achaca a su cercanía con el de Orio, pero él matiza que su influencia se exagera: «No hubo una relación de maestro a alumno, en absoluto». «Como escultor no me ha influido nada», dijo en otra ocasión.

Mientras Basterretxea descubría la forma tridimensional, Oteiza culminaba su fase escultórica. Desde la casa-taller desarrolló sus posiciones teóricas más emblemáticas, como su crítica al bajo nivel cultural, la irresponsabilidad y falta de sensatez política y el abandono de una moral colectiva y tradicional. Esta crítica se condensa en 'El fin del arte contemporáneo' (1960), una carta a Basterretxea que sirvió como nota de prensa para la primera y última exposición que inauguraron juntos, en 1960 en la Sala Neblí de Madrid.

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Ambos artistas mantuvieron una conciencia política durante sus trayectorias, pero Basterretxea la combinó con una ambición empresarial, dedicándose al diseño de mobiliario e interiores para la tienda Espiral en San Sebastián, fundada en 1961. Sin embargo, fue en el cine donde encontró «la herramienta expresiva más eficaz» y las colaboraciones con Oteiza se sucedieron también en este campo. En su cortometraje 'Operación H' (1963), propuesto y financiado por el empresario, coleccionista y productor Juan Huarte Beaumont, los objetos industriales hablan metafóricamente sobre la materialidad del cine y su potencial escultórico.

Una merienda sin ostras

Por aquellos días Oteiza se concentraba en la estética del alma vasca y sus paralelismos con el crómlech en cuya parte central estaba el vacío, lo vasco como un proceso universal, que se materializó en su obra escrita póstuma 'Quosque tándem..!' (1963). En otros textos sentencia la imposibilidad de proteger la mentalidad y la lengua vasca si no se defienden lingüísticamente el diseño artístico y la artesanía. Para preservar esa herencia, Basterretxea creó la 'Serie Cosmogónica Vasca' (1972-1975), basada en personajes mitológicos, fuerzas de la naturaleza y objetos tradicionales de la cultura vasca que José Miguel de Barandiarán había plasmado en su 'Diccionario de Mitología Vasca'. Las 18 esculturas interpretan los lenguajes de vanguardia, convierten las palabras en volúmenes y traducen la vida espiritual de nuestros antepasados en formas tangibles.

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Aunque genuinamente alineados en ciertos ámbitos, los caracteres de ambos artistas eran opuestos, y como tales se complementaban. Basterretxea contó que para una merienda, ante la falta de ostras, trajo otro molusco similar, cuyo sabor Oteiza despreció y comparó con el del «sobaco de una sirena vieja». Para Oteiza, que amaba las ostras, no había otra opción y despreciaba la indiferencia de su pragmático amigo. Ciertamente no compartían su gusto por las ostras ni la forma de resolver problemas, pero sí una curiosidad investigadora, casi antropológica por el arte, que entendieron como extensión de la vida y no como forma abstraída de ella. En su visión, ahora nuestro legado, el arte informa nuestra vida, cual cámara de ecos en la que las formas artísticas transitan libremente entre categorías.

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