El secreto de Luis del Olmo estaba en el ojo

El dibujante repetía a diario el ritual de creación de su «muñeco», un personaje mucho más complejo de lo que sugieren sus escasos trazos

Miércoles, 8 de septiembre 2021, 10:23

Don Celes Carovius, que, como bien saben, así se llama nuestro personaje, se asomaba cada día al mundo en el pequeño estudio que Luis del Olmo había dispuesto en su casa de San Ignacio, frente a la Ría del Nervión. Una cordillera de hierro viejo le recibía al final de Zorrozaurre, «en un paisaje vivo, con movimiento», donde veía virar a los cargueros que enfilaban la ría rumbo al Abra.

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Olmo realizaba el mismo bucle que los mercantes. Lo primero, repetía, siempre es la idea. Un chispazo que Olmo recibía sentado en un taburete con respaldo junto a la ventana. «Jamás se me ha ocurrido una historia en otro sitio. Bueno, alguna vez he soñado una tira... pero no era buena», explicaba en una de las ocasiones en que tuve la oportunidad de entrevistarle. Amarrado al banco, el dibujante acudía a alguno de los centenares de libros veteranos de su cubículo para inspirarse.

Los tenía de todas clases. Burlón, Olmo nos enseñaba unos vetustos tomos encuadernados en piel. Llevan títulos tan sesudos como 'La Divina Comedia', 'Hamlet', 'La Orestiada'... Pero si uno abría los tomos, dentro aparecían los 'Can Can' del año 65, revistas de humor con sus chicas en bañador y sus viñetas de la hermosa Julia, o la recopilación del divertido 'Por Favor' de la Transición. De esas antiguas viñetas, y de otras miles, nacían los argumentos que padecía Don Celes.

«Cuando me siento no tengo nada en la cabeza. Y es muy difícil pensar algo original, ¿sabe? A la mente hay que darle siempre algún punto de apoyo. Yo cojo un libro cualquiera... Como éste, 'Petits angels', de Serré. A ver. Cigüeñas. Un día -recordaba Olmo- se me ocurrió poner un nido en una parabólica. O aquí: dos que van en un caballo. ¿Qué puede pasar? Le doy vueltas. Que veo algo, pues paro. Si no, sigo pasando hojas. Una niña junto a un encerado... ¿Se puede hacer algo? Los ejemplos son infinitos», explicaba.

Esos ratos de dudas eran lo peor de su oficio. «No me gusta copiar. ¿La razón? El amor propio. Cuando fusile la historieta de otro es que se me habrá acabado el depósito», confesaba. Cuando ya tenía el bosquejo de la historieta en la cabeza, Olmo preparaba una tira de cartulina que le cortaban en Goya. Papel Caballo 109 de 28,5 x 9 centímetros. Con media docena de trazos rápidos realizaba las celdas. Cuatro, mayormente. Las dibujaba con dos portaminas, que siempre tenía a punto gracias a un afilalápices Faber Castell. Y, luego, a la historia. Lo primero que salía de su lápiz, siempre, siempre, era el ojo, el «huevo» del que brota el muñeco, como llamaba a su personaje. Tanta importancia tenía ese primer gesto que si Olmo hacía el óvalo «un milímetro» más abierto, el monigote se le descabalaba o le salía más grande de lo debido. La más mínima variación hacía que el monigote creciera o disminuyera de tamaño, como un hombrecito menguante.

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El drama de la nariz

Luego se aplicaba a la nariz. Un drama. A veces, Olmo necesitaba hasta 30 trazos para dar forma al 'porrón' del personaje. El ilustrador se encorvaba sobre la mesa de dibujo, daba la vuelta a la lámina y silueteaba el apéndice. Lo sencillo siempre (siempre) es mucho más complicado de lo que parece. Detrás asomaba el bigote, que Luis del Olmo perfilaba con lapicero.

Ver a Olmo dibujar a Don Celes era como asistir al nacimiento de un fenómeno. De entre los trazos, millones de veces repetidos, asomaba la característica figura panzuda, bonachona y resignada del veterano monigote. Después, en un orden tantas veces establecido, aparecía la barbilla, la ceja y la cabeza monda y lironda. Ésta era la base para dibujar los pelos, los tres pelos de la cabellera encrespada de Don Celes. Ibáñez, el padre de Mortadelo y Filemón, explicaba una vez la auténtica razón de que muchos de sus personajes fueran calvos: la tremenda dificultad y complicación de hacer melenas. Viendo a Olmo pelear con la pelambrera de Don Celes, hay que darle la razón a Ibáñez. «El primero tiene que seguir la línea de la cabeza. Asiiií. Los dos trazos. Pum. El segundo, tiene que ir paralelo al anterior. De esta manera. Y el tercero, también. Luego los relleno», explicaba con entusiasmo de maestro. Más tarde brotaban los cuatro matojos del «remolinillo» del cogote. Por eso, Olmo agradecía las tiras en que su personaje usa casco de urbano, salacot, gorra de cazador, boina o esa prenda de cabeza, que de antiguo, como una convención, empleban junto al antifaz, los cacos de tebeo.

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La expresión

Acabada la faena, Olmo se metía con la expresión de la boca. Aunque Don Celes nació sin ella, el dibujante la incorporó para dar mayor expresividad al muñeco. Lo peor ha pasado. No obstante, Olmo tenía que repetir en cada viñeta la cara del personaje, ajustando en cada ocasión su expresión a las circunstancias y distorsionando sus rasgos para hacerlos encajar en el complicado reino de la perspectiva. La camisa, la corbata (antes fue lazo), la chaqueta, los pantalones y los zapatos salen prestos de su mano. Como los perros y gatos (que en ocasiones esbozaba en papel aparte y luego calcaba) o los personajes colaterales o adyacentes (gordos, negros, paisanos, tenderos, caníbales, conductores, chicas...) que a Olmo no le traían tantos quebraderos de cabeza como la fidelidad al personaje.

En ocasiones, cuando el pulso fallaba en el momento de repasar el muñeco con 'rotring', el dibujante no tenía más remedio que corregir sus errores con 'gouache'. En todo el proceso empleaba una hora. Pero si estaba inspirado, hilvanaba viñetas. Su récord estaba en tres tiras en un día. Y, para acabar, la firma (inalterable desde 1950) y el número de serie. Todas están numeradas.

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