Agatha ha sido en los últimos cuarenta años un poco la 'Castelbajac' española, es decir, la estilista colorista y volumétrica de una ética y una ... estética medio lúdica y desenfadada, de un surrealismo formal e infantil más próximo a Lewis Carroll que a Breton o de un pop burgués y comercial mucho más cercano a la serialización de Warhol que a la cerebral subversión dadaista. Lógica cronológica de su tiempo, por otra parte, pero no tanto en los primeros 80 de la Movida –donde antes estaban las sublimes geometrías de Manuel Piña o los pliegues y las hombreras de Antonio Alvarado–, sino algo detrás de los patrones y la proyección internacional de Sybilla, ya boqueando la década milagrosa del Madrid más vanguardista.
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Agatha no estuvo por eso en la Factory de Cascorro ni en el Dos de Mayo de los 80, sino en los primeros 90 de Fernando el Santo y Marqués de Riscal, pergeñando volúmenes y rebeldías de una posmodernidad cromática tan neofauvista como acomodada o incluso conformando una narrativa personal de amplia aspiración mediática. Algo tan inteligente y perseverante, sí, como para trascender el tiempo y sobrevivir en la industria con una simplificación progresiva y formal de sus diseños o con una paralela y exitosa extensión del negocio a las licencias y a los complementos, cosa que otros más dotados nunca lograron.
En otras palabras, el éxito de Agatha no está tanto en la innovación formal de su obra sino en la perdurabilidad de su estética lúdica, en la inteligencia para sortear los vaivenes de la fama o en la obediencia debida a la célebre frase de Castelbajac: «Cada uno es su propio vestido».
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