Fue la música, por supuesto. Sí, la música fue el medio fundamental para expresar no solo el inconformismo o la desafección con las viejas y opresivas normas, sino también el instrumento más útil para definir y conformar esa nueva forma de vida que caracterizó la llamada contracultura de los 60. Sexo, paz, drogas y sobre todo esa regla de oro sobre la libertad de experimentación que convirtió a la música en el estandarte de Newport, del Golden Gate Park y sus flores, de Monterey, de Woodstock y de las barricadas en el 68 parisino. Al principio, muy al principio, se fusionó el folk con el rock y las tradiciones musicales de Occidente con las de Oriente, dejando además que la experimentación y el LSD de Leary convirtieran al acid rock y a la psicodelia en una sublime rebeldía social y musical que fue clave para la contemporaneidad. Grace Slick y sus Jeffeson, Ravi Shankar y su sitar que introducía en la espiritualidad oriental, los Doors y Jim Morrison con su extraña carga poética, Janis Joplin y su genial exceso o Jimi Hendrix dando paso al viaje a la heroína con su 'Purple Haze' sustituyeron a la vieja canción protesta norteamericana, produciendo un impacto decisivo en la sociología y en los derechos y las libertades civiles. A partir de entonces, los cambios sociales de los 60 se extendieron como la pólvora. En Francia, las tres semanas revolucionarias que convulsionaron al gaullismo y al Viejo Mundo tuvieron su anclaje inconformista al otro lado del Atlántico, eso sí, con mayor carga intelectual, aunque con una menor modernidad cantada por Sheila, Johnnny Hallyday, Dalida o Claude François, al menos hasta que en las barricadas de Nanterre o en los conciertos de La Mutualité se entonara la revolución de Leo Ferré o el 'Desnúdame' de Juliette Gréco. Seguramente, todo eso terminó cuando cesaron las razones por las que se protestaba o cuando entró en crisis la faceta más hedonista de la contracultura. Con todo, desde entonces ya nada fue igual.
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