La noche de los Goya tuvo en su preludio una vocación grandilocuente con esa alfombra roja kilométrica, con los 46 escalones rompe-tacones o con ... ese lema incontinente y olé de TVE: «Desde Granada, para el mundo». Casi ná. Pues eso, que el marketing previo de la gala apuntaba a un show global, sugerido incluso en el arranque coral de los aliados de la noche, «Rock and Ríos», con el Ríos original uno más y encima fugaz. Pero no, porque ya se vio pronto que la cosa no iba a ir muy allá y que encima el guion no apostaba por el humor, como esperaba el respetable, sino más bien por la onda de la severidad, las reivindicaciones y la música.
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De modo y manera que el dúo Verdú-Watling se limitó a la ortodoxia de una presentación instructiva, nada divertida y más bien sosa, con lo cual hubo que fiar la diversión a la chispa emocional de algún premiado, al dominio de las tablas de ciertos consagrados o a la genialidad de alguna interpretación musical. En lo primero destacó con mucho Salva Reina -su alborozo descacharrante y celtibérico fue lo más y mereció un segundo «cabezón»-. Bien igualmente la pareja Banderas-Richard Gere, maestros en la seducción personal y discursiva, lo mismo que el siempre correcto e irónico Méndez-Leite; aunque no tanto Aitana Sánchez-Gijón, a años luz de anteriores galardonadas con el Goya de Honor.
Eso sí, el desvelo por lo menos mereció la pena por el buen gusto y la calidad de un musical homenaje lorquiano, con los hermanos Morente en la Alhambra y Dellafuente y Lola Índigo en el auditorio, todo ello una bellísima mezcla de clasicismo y vanguardia. Con todo, y al margen de la curiosidad por ver como se resolvía el «affaire» Karla Sofía Gascón, del recuerdo a Marisa Paredes o de la sorpresa de un premio ex aequo, lo cierto es que una vez más no hubo manera de rescatar a la gala del bostezo y el tedio. Veintiocho premios, los interminables discursos y las múltiples reivindicaciones de todo pelaje son capaces, ya lo digo, de matar a un muerto.
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