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'Donde sueñan las verdes hormigas'.

'Donde sueñan las verdes hormigas'

Tiene algo de fábula necesaria y denuncia obvia, pero triunfa la poética ecológica que atraviesa esta historia

Guillermo Balbona

Jueves, 8 de septiembre 2016, 19:13

Hay siempre un 'carpe diem' y su contrario en ese microcosmos de lo primario, ignoto e incluso ancestral adherido a su cine. Aquí el indagador y perseguidor de ese lado oculto de la realidad añade otras connotaciones no menos esenciales o básicas: lo atávico, lo ecológico, el ecosistema del cine como factor clave de la condición humana y la mirada documental incrustada en la ficción, y viceversa.

Donde sueñan las verdes hormigas tiene algo de fábula necesaria y denuncia obvia, pero triunfa esa poética ecológica que atraviesa esta historia de aborígenes australianos, territorios rebosantes de identidad y civilizaciones prepotentes. Werner Herzog, gurú de lo ritual y mágico, sin descender al panfleto, traza un tratado de lo ancestral y lo moderno, y tiende una mirada entre etnográfica, histórica y ambiental. Al cineasta teutón no le interesa tanto la naturaleza en sí misma como la colisión con el hombre y entre hombres. Sin una opción tan radical como la del fundacional Flaherty, Herzog sí se sitúa en esa tierra media de la inmersión invasiva en un terreno aborigen, y la de la base argumental, la del conflicto primigenio, para buscar el engarce.

El cineasta de El enigma de Gaspar Hauser siempre parte de que la empatía se gana, y se propone tanto sembrar un espacio de misterio y deseo como exige al espectador una militancia en un cine que debe crecer con su mirada. Herzog, como en muchas de sus películas, genera un planeta en órbita que opone atmósferas y fuerzas. En este caso las interpretaciones, la construcción de la banda sonora, lo nativo y los nativos configuran un estado indígena, abocado a la extinción desde el complejo de superioridad expresado a través de esos técnicos mineros europeos incapaces de mostrar un mínimo de comprensión y complicidad con el sueño aborigen.

Señas de identidad

Herzog peca quizás de cierto naturalismo y simplicidad pero refuerza sus señas de identidad y personalidad visual en la belleza e inteligencia con la que convierte en escenario y escena esa mixtura de paisajes y hombres que heredan sueños, que no dejan de ser otros paisajes. Lo importante es ese vocabulario y esa gramática que el director construye en torno a símbolos e interpretaciones del entorno comunicadas por las tribus protagonistas. Ahí es donde coinciden en armonía o en enfrentamiento el idioma extinguido, la palabra dañada, el propio cine en su perfección o en su impotencia, más la sumisión o la sensibilidad.

Su filme en una etapa de transición agita la resistencia y la mística, la extrañeza y la singularidad, la curiosidad y la cerrazón, factores ya presentes en su filmografía más extrema. El cineasta de Fiztcarraldo, obtuso, firme, personal, oscuro muchas veces, hermético casi siempre, se revela en su aventura primitiva más diáfano, quizás más comunicativo, en un intento loable de no contaminar la mirada del espectador quien debe (de nuevo la empatía ganada) adentrarse en la fascinación del universo de lo aborigen. El cine se convierte así en un sueño dentro del gran sueño que defiende el filme.

Gran expectación en Cannes

Presentado en Cannes con gran expectación, Donde sueñan las verdes hormigas no registró esa seducción de otros de sus títulos aunque sí logró expandir ese halo cautivador que parece inherente a su caligrafía visual. La incomunicación y su reverso entre culturas atraviesa la médula espinal de esta cinta sensorial también, que describe una cosmogonía que se resiste y que apela al principio del mundo, y una producción implacable que no pretende entender de valores sino de objetivos pragmáticos.

La ignorancia, el miedo a lo diferente, como en todo el cine de Herzog, el duelo entre la rebelión de la tierra y la vulgaridad del explotador asoman en esta obra que se antoja necesaria. Uno de esos filmes que debería formar parte de la ilustración natural de las escuelas a la hora de visualizar determinadas problemáticas y en ese tiempo de forjar esa educación de la mirada tantas veces reclamada. Iluminación, encuadres y movimientos de cámara muestran y subrayan los contrastes y las tensiones entre dos mundos marcados por la impotencia de un lenguaje común.

Aridez, explotación, desolación, perspectivas truncadas, horizontes son relatos internos del pulso que late en la obra de Herzog, tanto cuando narra en silencio como cuando convierte a los cantos aborígenes en expresión y personaje, en arte y parte de la historia. El cineasta de Aguirre o la cólera de Dios logra en ocasiones que la mística connatural a su estilo y voz imponga su visión. Es un retrato de lo obvio, sin ese factor sorpresa que alimenta el viaje fascinante de otros de sus itinerarios. No obstante Herzog, que suele hablar de la impoluta dignidad humana de sus personajes en apariencia marginales, sumerge al espectador en una travesía milenaria, antropológica, desnuda de subrayados emocionales y partícipe de una denuncia limpia, de la cual resulta ser un actor tan activo como pasivo, causante y complaciente, contemplativo y urdidor.

No es la mejor película de Herzog ni una obra clave entre sus etapas. Cumple, sin embargo, esa labor de crónica que se filtra entre los pliegues del espíritu rebelde frente al capitalismo más despiadado y la ceguera de una incivilización sonámbula. Entre su simbolismo más eficaz y su intenso minimalismo discurre un viento genuino de verdad y encanto que mantiene la película intacta, a salvo de tanto compromiso caduco y fraudulento.

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