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Memoria y cremación del cadáver

Ventear las cenizas elimina una de las formas más potentes de la memoria: la localización de los recuerdos

Rafael Aguirre

Sábado, 29 de octubre 2016, 01:22

No parece casual que en vísperas de la fiesta de los difuntos la Congregación de la Doctrina de la Fe haya hecho pública una instrucción ... sobre la sepultura y cremación de los difuntos y el destino posterior de las cenizas. Los medios de comunicación se han hecho eco de forma, a veces, un tanto simplista. Creo que merece la pena subrayar lo central de este breve documento, que va dirigido obviamente a los creyentes, pero que plantea cuestiones de hondo valor antropológico y en los que se juega mucho nuestra sociedad. Comencemos por situar históricamente la mencionada instrucción. El cristianismo desde los orígenes practicó la inhumación siguiendo la tradición judía y que, además, fue un uso en auge entre los romanos a partir del siglo II. Esta costumbre permaneció durante siglos, excepto en casos excepcionales, como pestes o desgracias naturales, hasta que en el siglo XIX el Santo Oficio prohibió la cremación porque entendía que se practicaba por razones contrarias a la fe cristiana en la resurrección. Esta prohibición fue derogada por un decreto del mismo dicasterio de 1963. Sin embargo, en esta disposición, como en la reciente instrucción, se manifiesta una preferencia por la inhumación por considerarla más adecuada con la fe cristiana en la vida de la persona en Dios tras su muerte.

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La cremación se está extendiendo con enorme rapidez, sobre todo en lugares muy poblados. La instrucción de la Congregación romana habla de «razones higiénicas, económicas o sociales» que explican este fenómeno. Lo más novedoso del documento es precisamente sus observaciones sobre cómo hay que tratar las cenizas del difunto. En varios medios la noticia ha sido que «si las cenizas son dispersadas en el aire, en la tierra o en el agua, se han de negar las exequias del difunto». Esto no es lo que dice el documento y lo explico brevemente. Establece un principio básico: las cenizas deben tratarse con respeto y guardarse en una iglesia, cementerio o lugar especialmente dedicado a este fin. No es adecuado guardarlas en casa, aunque queda una puerta abierta porque en varios lugares de Oriente existe la costumbre de sepultar junto al domicilio familiar. Con toda razón reprueba el hacerse con las cenizas joyas, sortijas u otro tipo de adornos, que además suelen resultar muy caros. Ha dado pie a críticas el párrafo que dice: «no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua» para evitar «cualquier malentendido panteista, naturalista o nihilista» Efectivamente para los cristianos la muerte no significa ni la simple aniquilación de la persona ni la mera fusión con el cosmos. Pero la dispersión puede expresar también una visión espiritual que no identifica la persona con el cadáver, que reconoce la raíz terrestre del cuerpo, a la vez que afirma la trascendencia misteriosa de la vida personal. Por fin el documento afirma que si la cremación y la dispersión se realiza «por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias». La frase final cortada de lo anterior es lo que más ha sorprendido negativamente. Se hubiese podido elegir un lenguaje menos cortante, pero lo que se dice es de una lógica elemental. En efecto, si se ha dispuesto una modalidad funeraria «por razones contrarias a la fe cristiana» lo normal es que no se vaya a la Iglesia a solicitar unas exequias. Pero la vida está llena de contradicciones y ¿qué pasa si van? Pues deben encontrarse que «la Iglesia es una casa abierta y misericordiosa», que acoge y no niega a nadie su compañía y oración.

Hasta aquí la aclaración de lo que ha trascendido del documento al gran público. Pero hay algo más, porque los ritos funerarios tienen un sentido antropológico muy profundo. Cuando se modifican de forma tan radical y rápida como está sucediendo entre nosotros es que algo se mueve en los estratos culturales más hondos. En muchas culturas la sepultura es un lugar de memoria, de reflexión y para los creyentes también de oración. En nuestra misma sociedad, tan rápidamente secularizada, estos días los cementerios estarán llenos de gente que va a visitar las tumbas de sus seres queridos. Para algunos será, quizá, la única ocasión del año en que musiten una oración. Para todos será un ejercicio de memoria y de agradecimiento. Las sepulturas han sido en todas las culturas lugares de «conmemoración», es decir de hacer memoria con otros (familiares, allegados), son los recuerdos que dan identidad al grupo y a cada uno. Remembrar es recordar e implica que los recuerdos compartidos nos unen como miembros de un cuerpo social. Una familia y una sociedad necesitan lugares de la memoria compartida para mantener su identidad. Monumentum en latín quiere decir memoria. Una sociedad se juega mucho en los monumentos que erige, porque son la memoria que le estimula y las referencias del futuro que construye. Ventear las cenizas elimina una de las formas más potentes de la memoria: la localización de los recuerdos. Nuestra sociedad olvida sus raíces (las humanidades caen de los planes de estudio) y se empobrece con un engreimiento basado en la ignorancia. El documento que he comentado tiene formulaciones teológicas discutibles, pero sí plantea, en el fondo, el gran problema de mantener la memoria de quienes nos han precedido. Una persona y una familia necesitan lugares donde cultivar la memoria. La sepultura, con restos óseos, con cenizas, es igual, es uno de los lugares privilegiados donde se cultiva la memoria social, que nos hace ser lo que somos, y donde los creyentes nos hacemos conscientes de que hay una memoria que es más fuerte que la muerte. Pienso que algo de todo esto mueve a tanta gente a visitar a sus muertos y nos empobrecemos cuando lo perdemos sin nada que lo sustituya.

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