Llegó la Copa más esperada
Tuvieron que pasar cuarenta años y siete finales perdidas desde 1985, pero con lo vivido tras la final de Sevilla quedó claro que la espera había merecido la pena
Fue la espera más larga, cuarenta años nada menos, pero aunque hubo momentos de impaciencia, nunca cundió el desánimo; al contrario, siempre se mantuvo la ... esperanza, incluso cuando llegó a parecer imposible. El Athletic acumulaba seis finales perdidas (siete contando la de la Europa League) desde la última vez que levantó la Copa en 1984, cinco de ellas en las dos últimas décadas. Las dos Supercopas que entraron en las vitrinas en ese interminable paréntesis de cuatro décadas, apenas tuvieron un efecto paliativo aunque se celebraron a lo grande, como se festejaron las dos clasificaciones para la Champions League, porque no había muchos más motivos de alegría.
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Faltaba algo más sólido a lo que aferrarse para renovar la fe rojiblanca. La Copa, que en los primeros años fue una costumbre, había pasado después a ser el único trofeo asequible, pero en los últimos tiempos ya se había convertido en un inalcanzable objeto de deseo.
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Todas las masivas peregrinaciones a las últimas finales habían acabado en un vía crucis pero no por ello la afición pensaba cejar en el empeño. Por eso, la última fue la más numerosa, la más festiva, la más convencida de que, esta vez sí, ¡por fin!, la gabarra, a la que algunos ya tildaban de gafe, volvería a surcar la ría para que las nuevas generaciones comprobaran con sus propios ojos que todo lo que les habían contado tantas veces sus mayores, era verdad.
Las dos Supercopas tuvieron un efecto paliativo, pero faltaba algo más grande
La Copa número 25 del Athletic se empezó a gestar en un modesto campo de Regional. El Rubi fue el primer peldaño de una escalera que se iría empinando, aunque el siguiente paso, ante el Cayón, también fuera un trámite. La eliminatoria contra el Eibar fue la última ante un rival de categoría inferior, que el Athletic resolvió con la suficiencia del que mira a un horizonte más lejano.
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El Alavés fue la siguiente víctima el día en el que equipo y afición se encontraron en San Mamés para hacer juntos el último tramo del camino. Sabían que a partir de entonces empezaba lo más difícil, pero ni imaginaban la altura de los obstáculos que habría que superar.
La peregrinación a Sevilla fue la más numerosa, las más festiva y convencida
El Barcelona, implacable verdugo de los últimos años, fue el rival en los cuartos de final. Jugar en San Mamés allanaba un tanto el camino, aunque la dificultad seguía siendo máxima. Una catedral abarrotada celebró una remontada épica en la prórroga con un gol de Iñaki Williams, que había conseguido regresar de su selección a tiempo para marcar.
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Solo quedaba un paso, y no sería pequeño. El Atlético de Madrid, memoria de dos finales perdidas, la de la Copa de 1985 y la europea de 2012, era el último obstáculo antes de la meta. Contra todo pronóstico, saltarlo fue más sencillo que el anterior. El Athletic y su gente ya se imaginaban en una nueva final, y la antigua sucursal no iba a impedir que cumplieran su sueño.
Con la ventaja cobrada por el penalti transformado por Berenguer en la ida, el partido de vuelta en San Mamés se presentaba como la última fiesta antes de la gran cita. En efecto, el 3-0 permitió que equipo y afición oficiaran una especie de ceremonia de conjura para alcanzar, esta vez sí, el gran objetivo. El nuevo San Mamés también escribía su propia historia reviviendo aquellas noches mágicas que tantas veces se disfrutaron en la vieja catedral.
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Y Sevilla fue un clamor aunque no exento de sufrimiento, como si una extraña condena pesara sobre el equipo que más había perseguido aquella Copa durante tantos años. Tanto, que lo que después del último penalti, debió ser una manifestación triunfal desde la Cartuja hasta el centro de la ciudad, se convirtió en un desfile silencioso de banderas, camisetas y bufandas rojiblancas portadas por una legión de seguidores emocionalmente agotados por lo vivido, sufrido y celebrado minutos antes en el estadio. Ya habría tiempo para festejarlo por todo lo alto con la gabarra. La espera había merecido la pena.
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