En una parte del desierto perteneciente a la provincia de Sühbaatar, con temperaturas entre los 45 grados del verano y los 30 bajo cero del invierno, Sarah Pleuger –zooarqueóloga de la Universidad de Edimburgo– busca un tesoro. Rastrea los restos de unos colonizadores que hace cinco
mil años llevaban una vida nómada en medio del erial de las estepas mongolas. Mientras, al este y al oeste, en China y Mesopotamia, ya llevaban tiempo cultivando campos de cereales y llenando sus graneros, punto de salida para el florecimiento de las primeras culturas avanzadas.
El árido desierto de Gobi estaba habitado por familias de pastores y sus rebaños de cabras, ovejas y vacas. Las condiciones del lugar no permitían el cultivo de cereales; los suelos solo daban para pastos duros, para criar caballos y rumiantes.
Visto desde el presente, intentar colonizar el desierto a finales de la Edad del Bronce parece poco menos que una operación suicida. Sin embargo, el modo de vida nómada que se desarrolló en la región demostró ser un verdadero modelo de éxito, como asegura Sarah Pleuger. «Solo humanos y animales unidos podían hacer habitable aquel entorno y poner las bases para el surgimiento de una civilización», añade.
Diferentes equipos de arqueólogos están descubriendo en las áridas estepas mongolas un fascinante campo de estudio. A partir de sus trabajos va tomando forma una imagen sorprendente que contradice el cliché habitual de pastores miserables que acompaña a estos pueblos. Durante mucho tiempo, los expertos en historia antigua miraron a los nómadas con desdén. Sin embargo, todo apunta a que fue precisamente ese modo de vida nómada el que puso los cimientos para el surgimiento de los grandes imperios que, siglos más tarde, sembraron el terror entre sus vecinos.
La arqueóloga Sarah Pleuger ve en el hogar de los actuales nómadas mongoles «un ejemplo sobresaliente de país que, histórica y culturalmente, representa un contraste muy marcado con la industrialización de la ganadería propia de Occidente».
Los análisis de isótopos de restos de huesos y dientes de personas y animales evidencian que hace cinco mil años la alimentación en esta región se basaba fundamentalmente en los productos obtenidos de los propios rebaños. Los nómadas procesaban la leche de sus animales e incluso bebían su sangre sin matarlos. Estos pueblos mantenían una relación muy estrecha con sus rebaños.
Tanto apreciaban a su ganado que los familiares fallecidos eran enterrados acompañados por cabras, ovejas y vacas. Los animales se colocaban en los sepulcros siguiendo unos esquemas muy variados. Por ejemplo, los arqueólogos han encontrado cráneos de animales que parecen haber sido puestos intencionadamente junto a las cabezas de sus dueños.
Los investigadores creen que los mongoles estaban mucho más interesados en mantener con vida a sus animales que en matarlos para comérselos. Si de vez en cuando un trozo de oveja o de vaca acababa en la cazuela, solía tratarse de ejemplares que habían muerto de forma natural. Solo ocasionalmente se sacrificaba a los animales más ancianos, que ya no podían seguir el ritmo de los rebaños en sus desplazamientos de pasto en pasto. Los nómadas idearon una forma especialmente hermosa de dar muerte a estos animales.
A diferencia de lo habitual en otras muchas culturas, no les cortaban la garganta. Sabemos que en tiempos de Gengis Kan los habitantes de las estepas realizaban una pequeña incisión en el tórax del animal y presionaban delicadamente la aorta. La muerte se producía al cabo de pocos segundos. De esta manera, los nómadas les ahorraban sufrimientos innecesarios a los animales e impedían, además, el desperdicio de una sangre muy valiosa, con la que, por ejemplo, elaboraban salchichas.
El estado de salud de estos ganaderos itinerantes era sorprendentemente bueno, como han comprobado los investigadores a partir del análisis de sus huesos. Los estudios realizados apenas muestran indicios de enfermedades o de una alimentación insuficiente. Es probable que los primeros mongoles estuvieran en tan buena forma porque no comían pan ni bebían la nutritiva sopa de cerveza que por aquella época se consumía en amplias zonas de Asia y Europa.
Restos microscópicos hallados en diversos enterramientos apuntan a que los pueblos del desierto enriquecían sus comidas con distintas variedades de mijo. Sin embargo, Sarah Pleuger ha comprobado que solo ingerían una mínima cantidad de hidratos de carbono, procedente de cereales. Por este motivo, los nómadas de las estepas tampoco solían tener caries, ya que los hidratos de carbono favorecen el deterioro de los dientes.
Los huesos de los mongoles también dan fe de la dureza de la vida en aquellos lejanos tiempos. Aunque, en su caso, los problemas solían consistir sobre todo en ocasionales caídas del caballo. En 2018, un grupo de paleopatólogos estudió los esqueletos de 25 humanos de la Edad del Bronce encontrados al norte de la actual Mongolia. Y con resultados sorprendentes: «La falta de indicios tanto de enfermedades contagiosas como no contagiosas, unida a sus cuadros dentales, apunta claramente a que se trataba de personas sin apenas dolencias o problemas de salud», concluyeron los expertos.
La culpable de aquella salud de hierro era la leche. Los antepasados de Gengis Kan ordeñaban todo animal con el que se cruzaban: primero, vacas, cabras y ovejas, más tarde también caballos y camellos. Muestras de sarro tomadas de los dientes demuestran que los seres humanos ya consumían productos lácteos en Mongolia hace unos cinco mil años. La leche no solo era rica en proteínas, azúcares, grasas y calcio, y con ello una fuente de nutrientes muy equilibrada, sino que, además, permitía ser procesada para elaborar queso o cuajada, por ejemplo. «Los productos lácteos abrieron la puerta a una dimensión totalmente nueva en el apartado de la conservación de los alimentos. Los animales se convirtieron en algo que hoy definiríamos como un recurso renovable», explica Cheryl Makarewicz, de la Universidad de Kiel.
Pero la asociación de humano y animal en los desiertos mongoles no siempre fue positiva. La arqueóloga Makarewicz sospecha que, poco después del comienzo del proceso de domesticación, distintas enfermedades pudieron saltar del ganado a las personas. Análisis de ADN procedente de huesos humanos del Neolítico demuestran que algunos habitantes de la región habían sido afectados por el bacilo de la tuberculosis.
Pero la asociación de humano y animal en los desiertos mongoles no siempre fue positiva. La arqueóloga Makarewicz sospecha que, poco después del comienzo del proceso de domesticación, distintas enfermedades pudieron saltar del ganado a las personas. Análisis de ADN procedente de huesos humanos del Neolítico demuestran que algunos habitantes de la región habían sido afectados por el bacilo de la tuberculosis.
Por eso, los investigadores sospechan que, en realidad, los habitantes de las estepas casi nunca bebían leche fresca. Por ejemplo, la leche rica en lactosa de las yeguas solo se consumía tras haber sido sometida a un proceso de fermentación que daba lugar al airag, la bebida nacional mongola.
Cuando Gengis Kan conquistó gran parte de China y Asia Central en el siglo XIII, sus hordas de jinetes llevaban varios caballos por soldado, lo que garantizaba un aporte suficiente de la nutritiva leche de yegua. Entre los productos fijos de la dieta de los ejércitos mongoles se encontraba también el aaruul, una especie de masa seca de leche agria.
Algunos historiadores incluso están convencidos de que la leche desempeñó un papel determinante en las victoriosas campañas de los soberanos de las estepas. Según esta teoría, los mongoles gozaban de una clara superioridad sobre sus rivales gracias a la fuente de provisiones itinerante que siempre los acompañaba. Sus rivales chinos, que consumían sobre todo arroz, tenían que acarrear penosamente grandes cantidades de grano.
De todos modos, las recetas que nos han llegado desde el siglo XIV demuestran que en el reino nómada de los mongoles también era habitual saltarse la dieta de queso y cuajada. En la carta del kan y sus guerreros figuraba, por ejemplo, pierna asada de lobo aderezada con pimienta, azafrán y cardamomo.
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