Borrar
Animales de compañía

Vestir sin decoro

Juan Manuel de Prada

Viernes, 01 de Septiembre 2023, 11:36h

Tiempo de lectura: 3 min

Una de las experiencias más horrendas de nuestra época nos la brinda pasearnos en verano por cualquiera de nuestras grandes ciudades, eligiendo una calle muy concurrida. De año en año, la indumentaria, tanto masculina como femenina, tiende a hacerse más sintética; y en verano propende directamente al desnudismo. La exhibición de fealdad indumentaria es, en verdad, apabullante; casi tan apabullante como la exhibición de fealdad que se esconde tras las exiguas ropas. Hace algún tiempo, a una periodista muy célebre se le ocurrió lamentar el feísmo orgulloso de las gentes que abarrotaban la Gran Vía madrileña y le montaron un aquelarre terrorífico; pues se interpretó que la repulsión que le producía el espectáculo respondía a razones clasistas. Pero lo cierto es que ser pobre y vestir sin decoro son cuestiones de naturaleza muy diversa: de hecho, la mayor parte de los mendigos que uno se tropieza en la calle visten decorosamente; y, en general, la pobreza suele preocuparse de resultar 'decente', de no mostrar sus remiendos, mucho menos las carnes magras que esos remiendos encubren. En cambio, las gentes que convierten la Gran Vía (u otras calles atestadas de las grandes ciudades) en un desfile del adefesio se distinguen precisamente por mostrar orgullosamente sus carnes (que ni siquiera son magras, sino más bien crasas y colgantes) y por no llegar a remendar nunca sus ropas; pues renuevan compulsivamente su vestuario, con constantes visitas a las tiendas de ropa más sórdidas y chabacanas (en la Gran Vía madrileña hay varias de este jaez, multiplicándose como hongos).

En el feísmo indumentario vigente no hay más que rencor y aversión al prójimo

Nada tiene que ver el feísmo indumentario con la pobreza; y quienes pretenden lo contrario lo hacen porque desean explotar el filón del victimismo. El feísmo indumentario que nos invade es una expresión evidente de la degeneración de las costumbres, de la pérdida del sentido del decoro; es algo así como la apertura del toril para los instintos más bajos. En cada crepúsculo de la Historia se ha tratado de disfrazar esta apertura del toril con coartadas más o menos respetables o superferolíticas; pero detrás de todas ellas encontramos siempre el propósito de otorgar carta de naturaleza y marchamo de respetabilidad a la ebullición turbia de los instintos más bajos. Julio Camba contaba el caso de un majadero llamado Rokeby, que realizó una estadística sobre el tiempo que pierden los hombres en hacerse el nudo de la corbata, llegando a la conclusión de que en España se perdían de este modo veinticinco mil jornadas de ocho horas al año. Entonces se recurría a 'criterios de productividad' para desaconsejar la corbata, como hoy se recurre al cambio climático y el ahorro energético para justificar ir por la calle enseñando los michelines o los mofletes del culo. Pero, como bien sabían nuestros abuelos (y siguen sabiendo los beduinos del desierto), la mejor manera de protegernos, tanto del calor como del frío, es cubrirnos con ropa y no despechugarnos (pues, cuanto más nos despechugamos, más aumenta la impresión térmica).

Aunque, sin duda, el recurso más socorrido para justificar el feísmo indumentario consiste en afirmar que determinadas prendas (entre las que siempre se lleva la palma la socorrida corbata) definen las clases sociales. Nada más alejado de la verdad. La corbata, concretamente, fue una prenda concebida para nivelar a las distintas clases sociales; una prenda que, aun estando confeccionada con un género de baja calidad, otorga prestancia y compostura a quien la lleva. Así, mediante este signo igualitario, resultaba difícil distinguir al obrero del oficinista, al oficinista del abogado, al abogado del marqués, etcétera. La corbata era un signo de uniformidad al que luego cada uno, mediante su distinción personal, podía conferir mayor elegancia, que sin embargo no se correspondía con su precio de venta al público, sino con el modo de ser y estar de la persona que la llevaba anudada al cuello (que no se aprende ni compra).

A la postre, la corbata –como en general todos los signos del decoro indumentario– es expresión del respeto que nos merecen las personas que nos rodean, que no tienen por qué sufrir el espectáculo grimoso de vernos despechugados o enseñando pelambre. En la inclinación hacia lo chabacano propia del feísmo indumentario vigente no hay más que rencor y aversión al prójimo, el mismo rencor y la misma aversión que hallamos en quien arroja basura al suelo o no cede el paso a quien camina por la acera de la derecha. Es un signo de insano orgullo, de desprecio por la convivencia social; un signo antipolítico, en suma, propio de bestias que vuelven a acudir, solícitas y rugientes, a la llamada de la selva.


MÁS DE XLSEMANAL