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Animales de compañía

Personas de una pieza

Juan Manuel de Prada

Viernes, 21 de Abril 2023, 13:48h

Tiempo de lectura: 3 min

Cuando presenté en Barcelona El derecho a soñar, mi biografía de la escritora Ana María Martínez Sagi, el periodista Sergi Doria me lanzó un vaticinio brutal (que luego, además, plasmaría en un artículo): «Todos los descubrimientos escabrosos que recoges en tu libro serán silenciados. La ‘memoria histórica’ tiene una alergia invencible a toda aquella realidad que no se acomoda a sus titulares de trazo grueso». A mí entonces me pareció que Doria exageraba; pero poco a poco he ido descubriendo que llevaba razón.

El otro día un amigo me mandaba jocosamente un enlace a la biografía de Ana María Martínez Sagi publicada en la Wikipedia, en la que en efecto se perpetúan todas las bellas falsedades que la autora urdió para edulcorar los aspectos menos amables de su vida. Más misteriosamente, algunas recensiones que se han publicado sobre mi biografía silencian esos mismos aspectos, a la vez que insisten machaconamente en los más luminosos (algunos completamente apócrifos). Y lo han hecho, incluso, personas que me consta que han leído el libro, o a quienes yo había contado previamente las andanzas más escabrosas de la biografiada durante los años de la Guerra Civil o de la Ocupación de Francia. Cuando les he preguntado por qué no aludían siquiera a estas andanzas en sus comentarios me alegaron que habían preferido guardar el secreto sobre las verdades incómodas alumbradas en el libro, para que los lectores descubrieran por sí mismos esos precipicios y simas vitales. Pero el caso es que muchos de estos comentarios, además de guardar el secreto sobre tales verdades incómodas, vuelven a divulgar las bellas falsedades que en el libro quedan desmentidas. ¿Por qué?

Esta alergia a la complejidad humana nos está convirtiendo en fanáticos sin remedio

Sergi Doria acertaba cuando se refería a la alergia invencible que los mayorales de la llamada ‘memoria histórica’ tienen a la complejidad humana. Necesitan, en efecto, crear personajes unidimensionales que satisfagan unos esquemas maniqueos, ficciones hagiográficas simplonas que sustituyan la complicada urdimbre de una vida, de cualquier vida. De este modo, pueden establecer los juicios morales netos y tajantes que les interesan: estos eran los bondadosos, los nobles, los ejemplares; y aquellos otros, los malvados, los viles, los execrables. De este modo, fomentan el gregarismo sumiso de las masas, que acatando estos juicios netos y tajantes pueden sentirse aceptados, bendecidos por la ideología reinante, situados en ‘el lado correcto de la Historia’.

Pero, más allá de que la llamada ‘memoria histórica’ necesite instaurar como ‘verdad oficial’ estas engañifas burdas, creo que existe un sustrato humano que las demanda. A fin de cuentas, los detractores más beligerantes de la llamada ‘memoria histórica’ propalan también engañifas burdas, aunque antípodas. Pero quienes divulgan estas ficciones hagiográficas (o anatemizadoras) lo hacen a sabiendas de que van a encontrar un terreno humano propicio: gentes que desean ser engañadas, que necesitan la mentira para poder seguir alimentando sus ilusiones más mentecatas o sus pasiones más sectarias. Pero… ¿por qué la gente necesita alimentarse con estas morrallas?

Le he dado muchas vueltas a este peliagudo asunto; y siempre he terminado hallando, al final del laberinto, un fondo de narcisismo herido. Todos sabemos, a través de nuestra conciencia, que somos personas llenas de lacras morales; sin embargo, queremos aparecer ante el mundo como ‘personas de una pieza’, intachables dechados de virtudes que se han situado en ‘el lado correcto de la Historia’. Sabemos que esas ‘personas de una pieza’ no existen, que son construcciones fantasiosas urdidas por nuestra soberbia y fatuidad, por nuestra incapacidad para aceptar nuestros pecados y limitaciones. De ahí que, para hacer más verosímiles estas construcciones, necesitemos que nuestra falsa perfección pueda contemplarse en el espejo de otras personas tan falsamente perfectas como nosotros, tan falsamente virtuosas como nosotros, tan falsamente sumidas como nosotros en los paradigmas culturales e ideológicos en boga.

No hace falta añadir que esta alergia a la complejidad humana, esta incapacidad para aceptar que en nuestra naturaleza anidan las luces y las sombras, nos está convirtiendo en fanáticos sin remedio. E irá contaminando todas las producciones humanas –desde el arte hasta la investigación histórica– de un simplismo embrutecedor, donde las delicias de la penetración psicológica, la espeleología de almas y hasta la mera probidad de quien aspira a alumbrar la verdad humana se convertirán en prácticas delictivas. Pero siempre nos quedará el consuelo de publicar un libro, que como afirmaba Azaña, es la mejor manera que existe en España de guardar un secreto.


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