Viernes, 23 de Agosto 2024, 08:11h
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El sistema de representación proporcional, a diferencia del sistema mayoritario, trata de evitar la volatilización de las minorías y de asegurar una cierta representación parlamentaria a aquellos partidos cuyos candidatos no alcanzan la mayoría. Pero las dificultades de aplicación de este sistema son tan ímprobas que, para resolverlas, se ha tenido que recurrir a matemáticos ociosos, como aquel D’Hondt de nuestras entretelas, inventor de una fórmula electoral que en España hemos hecho nuestra. Son, en todo caso, fórmulas arbitrarias que, mediante ecuaciones, 'procesan' o transforman la materia prima del voto, haciéndola depender de cálculos previos bastante arbitrarios. Lo cierto es que cada régimen democrático suele crear su propio método, a través de leyes electorales que, con el tiempo, sufren además reformas varias (casi siempre, por supuesto, las reformas que interesan a los partidos mayoritarios).
¿Se le ha permitido a la gente elegir entre los diversos sistemas que 'procesan' el escrutinio? Evidentemente no
La gente lega cree que los diferentes métodos de escrutinio del voto son cuestiones técnicas de escasa trascendencia. Pero lo cierto es que de estos métodos depende el resultado electoral en mayor medida que de los sufragios puramente dichos. A la postre, la materia prima, convenientemente 'procesada', puede deparar productos muy variopintos. El resultado de las elecciones en Francia, por ejemplo, sería muy diverso si se aplicara el escrutinio mayoritario simple, sin recurrir a 'segundas vueltas' (y no digamos si se aplicara el proporcional). Las leyes electorales no sólo alteran los resultados en unas pocas décimas, como piensa la gente ingenua, sino que pueden llegar a invertirlos por completo, de tal modo que resulten elegidos gobiernos de distinto signo. Algo semejante ocurriría en España, si se eligiese otra fórmula matemática para aplicar el sistema proporcional, o si se cambiasen las circunscripciones; no digamos si se aplicara un sistema mayoritario simple o compuesto.
Desde luego, desde el punto de vista formal cualquiera de estos métodos podría ser igualmente democrático si hubiese sido votado por el pueblo. Pero, ¿acaso lo ha sido? ¿Se le ha permitido a la gente elegir entre los diversos sistemas y entre los cientos o miles de fórmulas matemáticas que 'procesan' el escrutinio? Evidentemente no. Pero es que, además, existen problemas de fondo todavía más inquietantes. Los sistemas electores mayoritarios deforman el sufragio porque no admiten el acceso a las cámaras legislativas a las minorías; sólo uno triunfa, los demás se esfuman, un voto de más o de menos otorga el triunfo o envía a las tinieblas (esto ocurrió, por ejemplo, en Florida, en las elecciones que Bush Jr. ganó a Gore). También puede ocurrir con mucha frecuencia que el partido que obtenga más votos sea enviado a la oposición, tanto en el sistema mayoritario (así ocurrió en las elecciones ganadas por Trump) como en el proporcional (en Cataluña, por ejemplo, alguna vez un partido con menos votos ha obtenido el triunfo). El sistema proporcional, además, tiene el grave inconveniente de atomizar las cámaras legislativas, fomentando la ingobernabilidad. Pero, además, también tira a la basura cientos de miles de votos; votos de personas que, simplemente, son 'descartadas' (como embriones excedentes de una fecundación in vitro), pues a las fórmulas matemáticas elegidas para 'procesar' el escrutinio les resultan engorrosas, lorzas de grasa indeseables. Son esas fórmulas matemáticas arbitrarias las que eligen los escaños, no el cómputo de los votos.
Los sistemas de escrutinio del voto deforman siempre el sufragio, en mayor o menor medida; y su tendencia es hacerlo siempre en la mayor medida posible, no nos engañemos. ¿Hasta qué punto es legítimo este 'procesamiento' del voto que desvirtúa la voluntad general? Sin entrar a discutir esta espinosa cuestión, lo cierto es que el carácter representativo de la democracia es –digámoslo suavemente– impreciso, difuso, en el mejor de los casos 'aproximado'. En realidad, habría que concluir que los regímenes democráticos se fundan en el relativismo, pues admiten técnicas electorales diversas cuyos resultados pueden ser contradictorios entre sí y siempre distorsionadores de la llamada 'voluntad general'. A la postre, lo que queda claro es que la democracia, en su realización práctica, no se funda en principios, sino en artilugios procesales que, mediante fórmulas matemáticas, distorsionan –a veces sutilmente, a veces de la forma más gruesa– el sufragio. No se puede ser demócrata por principios, porque lo cierto es que en los regímenes democráticos hay reglamentos que establecen arbitrariamente fórmulas que 'modelan' el voto. Es duro aceptarlo; pero también, en determinado momento de nuestras vidas, tuvimos que aceptar que los Reyes Magos eran los padres.
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