Viernes, 16 de Agosto 2024, 09:48h
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Se supone que el alma de la democracia, entendida como fundamento de Gobierno, es el sufragio universal, convertido en única fuente de legitimidad. En cualquier régimen democrático moderno que se precie, el voto es la más genuina expresión de la soberanía: «Un hombre, un voto», suele aducirse, como si así estuviese zanjada la discusión. Ante la urna, el pueblo decide; y lo que decide va a misa (o siquiera a una misa negra). Pero… ¿de veras esto es cierto?
¿De veras alguien en su sano juicio cree que los votos del pueblo estén reflejados con fidelidad en las cámaras legislativas?
La crítica más recurrente a la democracia niega la bondad del sufragio, arguyendo que el bien común no siempre coincide con la voluntad general; y que esa voluntad general lograda a través del sufragio a menudo se equivoca (la Historia, desde luego, nos ofrece ejemplos innumerables). También podría aducirse que, en la práctica, se pueden adulterar y falsificar los resultados de unas elecciones; y no solamente a través del consabido y burdo pucherazo. A medida que los regímenes democráticos se resabian, a medida que el poder acapara funciones y dispone de tecnologías más complejas y refinadas, puede 'refinar' (como se hace en una refinería con el petróleo) los cómputos del voto y, por lo tanto, refinar también sus trampas. Por otro lado, existen –como sabe cualquier estudioso de la psicología de masas– otros modos mucho más sibilinos y asépticos de alterar el sufragio, por ejemplo mediante la inducción al voto que procura la propaganda (infiltrando miedos o euforias) o mediante la demoscopia, que maneja datos que siempre están 'cocinados'. Ciertamente, mediante sondeos demoscópicos se puede 'fabricar' el paisaje político; pues la estadística, antes que para reflejarla, sirve para construir la realidad.
Pero estas dos objeciones –una de principio y otra de aplicación–dejan intacto un aspecto capital del problema al que no se presta demasiada atención. Supongamos que el voto sea siempre certero, que la voluntad general nunca se equivoque; y supongamos también que ese voto no esté inducido ni falseado. ¿De veras alguien en su sano juicio cree seriamente que los votos del pueblo estén reflejados con fidelidad en la formación de las cámaras legislativas? ¿Son de veras los parlamentos la trasposición, a escala reducida, de la voluntad general?
La cruda realidad es que entre los votos y el candidato proclamado que los representa se interpone una maquinaria procesal complicadísima, que unas veces empequeñece y otras veces agranda esa representación, que deja sin representación a formaciones minoritarias y dispara la representación de las formaciones mayoritarias; una maquinaria que, en cualquier caso, siempre deforma. Hay una 'manufactura' o 'procesamiento' del voto que puede ofrecer, a partir de una misma materia prima (los votos), productos muy dispares que la hacen casi irreconocible. En primer lugar, mediante la división de las circunscripciones (en España, por ejemplo, se vota con circunscripciones cambiantes, dependiendo de si las elecciones son nacionales o europeas), después mediante el número de escaños que se adjudican a cada circunscripción (muy variable, y no sólo por razones de población), que hace que algunas circunscripciones estén más representadas que otras, etcétera. Y, por si esto fuera poco, los votos cosechados en cada circunscripción son sometidos a una contabilización que nada tiene que ver con la mera suma de papeletas, fundada en 'procesamientos' matemáticos de la más diversa índole, que condiciona sorprendentemente el resultado. El mismo número de votos puede decantar la composición de las cámaras de forma drástica, según el sistema electoral que se aplique.
Y los sistemas electorales, que en teoría son infinitos, en la práctica son numerosísimos, agrupados en dos tipos: el mayoritario y el proporcional. Según el primero, en cada circunscripción resulta elegido el candidato que haya obtenido el mayor número de votos (o bien el que haya obtenido más de la mitad de los votos, para lo que se suele requerir la convocatoria de segundas y hasta terceras votaciones). Inevitablemente, en el sistema de representación mayoritaria, el voto de las minorías queda por completo excluido, expulsado a un limbo democrático; y si además hay segundas o terceras votaciones, se fuerza al pueblo a votar a quien no quiere, en aras de un supuesto mal menor (y con frecuencia a elegir irracionalmente entre dos males que considera mayores). ¿Y qué ocurre en el sistema de presentación proporcional, que es el que rige por estos pagos? ¿Nos libra de tamaños males?
[Concluirá]
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