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Cabaña entre los arces. R. P.
¡Oh, Canadá! - Trois-Rivières (Quebec) (IV)

El gran robo de jarabe de arce

O de siropes que no logran endulzar la pérdida del Quebec

Martes, 12 de agosto 2025, 19:03

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Si Canadá presume de algo es de ser un país extraordinariamente cívico y seguro. «Te dejas el iPad en el metro y tienes un 90% de posibilidades de que aparezca», me asegura Carlos, un madrileño que lleva años trabajando en una división de la ONU sita en Montreal. Como verán, ya estoy haciendo contactos con el fin de que me nombren embajadora en misión especial, que para eso he venido.

Será por ese civismo y por los bajos niveles de delincuencia canadienses por lo que el gran robo del jarabe de arce conmocionó al país. A simple vista, el asunto suena más a 'El robobo de la jojoya' que al asalto al tren de Glasgow, y parece demasiado baladí como para que los canadienses se echaran las manos a la cabeza. Pero el arce en Canadá no es cosa menor, sino que es cosa mayor: sin ir más lejos, la hoja de arce aparece en la bandera canadiense desde que, en 1965, Lester B. Pearson decidiera reemplazar la enseña existente hasta entonces, que incluía la 'Union Jack' (la bandera británica), por un símbolo propio que promoviera la identidad del país, subrayara su autonomía e integrara al ascendente nacionalismo de Quebec.

Tampoco es moco de pavo que el jarabe de arce represente casi 800 millones de dólares americanos del PIB de Canadá. La Federación de Productores de Jarabe de Arce de Quebec controla su producción y distribución, que representa más del 70% de la producción mundial, y mantiene una reserva estratégica de jarabe de arce similar a la del petróleo en otros países. Por eso, cuando entre 2011 y 2012 se produjo el robo de parte de la reserva que la federación tenía en un almacén de Quebec, los canadienses se lo tomaron como un ataque directo a uno de los símbolos más queridos de la nación.

Los atracadores lo hicieron dando el cambiazo: extrajeron el sirope de los barriles que lo contenían y lo reemplazaron por agua. Nada sofisticado, pero muy efectivo. En total, se agenciaron 3.000 toneladas de mejunje valoradas en más de 18 millones de dólares canadienses. El palo lo descubrieron al hacer una inspección rutinaria, y los responsables acabaron en la cárcel y pagando una multa de órdago.

Comedor en la plantación de arces.

La historia del robo, llevada a la pantalla por la serie 'The Sticky' con la gran Margo Martindale como protagonista, viene al caso porque hoy vamos a visitar a un pequeño productor de jarabe de arce. Pero, antes de arrancar, ya me están jorobando el viaje: una brasileña de nuestro grupo me dice, de muy malas maneras, que le cambie el sitio. Pues mira, no, chata, haber madrugado como servidora. Y sé que no está bien hablar del físico de los demás, pero como yo soy la primera que habla mal del mío tengo bula para analizar el de la individua: el primer día de autobús, y en un somero repaso, detecté rinoplastia, glúteos, morros, pómulos, liposucción y chutes varios. Total, que parece más joven que sus dos hijos adolescentes, y que si ayer iba muy apropiada para una excursión por el Parque Nacional de las Mil Islas con una camiseta ajustadísima de un solo tirante y un gran 'cut out' a la cintura, esta mañana luce un conjunto de chaqueta y pantalón corto en lino que resulta muy pertinente para ir a producir sirope. Todo carísimo, eso sí, que la muchacha tendrá que distinguirse del resto de las mortalas que viajamos patrocinadas por Zara.

Cuando llegamos a las afueras de Trois-Rivières, me da que a Barbie Ipanema se le va arrugar el traje al tener que andar por pequeños senderos flanqueados por arces descomunales de los que extraen la savia necesaria para hacer el sirope, ese jarabe acaramelado que, según sus productores, es buenísimo porque tiene una sustancia llamada «quebecol» que todo lo cura. Mira, será el bálsamo de Fierabrás, pero engordar, engorda.

Recibimos las prolijas explicaciones sobre el jarabe de arce en español de la misma mujer que, minutos antes, nos ha recibido con un «Bienvenue à tous». Ha sido en ese momento cuando me he percatado de que estamos en Quebec, la provincia francófona, francófila, católica y borbónica. Para muestra, una bandera: la cruz blanca, que representa a la Iglesia Católica, divide un fondo azul en cuatro partes, y en cada una de ellas hay una flor de lis. No me extrañaría que Luis Alfonso de Borbón, que en un cándido delirio de grandeza se hace llamar Luis XX, reclamara sus derechos dinásticos sobre esta parte de Canadá que fue gobernada por Luis XIV y Luis XV cuando era Nueva Francia. Cualquier día vemos al muchacho batallando contra la Casa de Windsor y reverdeciendo las luchas por el Quebec entre británicos y franceses.

Aquí, esas guerras aún no se han olvidado: si el lema en las matrículas de Ontario es «Yours to discover» («Por descubrir»), el de Quebec es «Je me souviens» («Yo me acuerdo»). Sí, la memoria les alcanza hasta la época en la que Francia e Inglaterra se disputaban el control de América del Norte. Tras varios años de lucha, Quebec era el último bastión clave antes de Montreal. Pero, en 1759, el general británico James Wolfe sorprendió de madrugada a las tropas del comandante francés Louis-Joseph de Montcalm en las Llanuras de Abraham y se hizo con la ciudad en media hora escasa. Desde entonces les dura el resquemor a los quebequenses, y no ha habido jarabe de arce suficiente para endulzar aquella derrota.

Entre los arces se levanta una construcción enorme, rectangular, hecha de tablones de madera y ventanas de cuarterones blancos. Es un restaurante donde, hambrientos, nos sentamos alrededor de unas mesas larguísimas vestidas con manteles de cuadros rojos y blancos. De aperitivo nos sirven un caribú, una mezcla de vino tinto, whisky y el imprescindible jarabe de arce. Su frescura y su sabor dulzón, que recuerdan a la sangría, nos abren el apetito. Pero, en cuanto traen las viandas, se nos cierra: sopa de habichuelas con chicharrones, habas al horno, pastel de carne, torta de huevo y remolacha en escabeche. Estamos en zona francesa, y en lugar de ponernos ciegos a crepes, bullabesa y 'boeuf bourguignon', nos sirven la bazofia de un internado de Lancashire. «Es la comida típica de los recolectores de arce», nos dicen. Angelicos.

Con el sabor inmundo todavía en la boca, un hombre se dirige hacia un teclado que hay en el centro del local. «Con la turra que dan los quebequenses con la herencia francesa, irá a tocar 'La vie en rose'», pienso. De nuevo me equivoco, porque el tipo se desmelena con temas que a mí me suenan a 'country'. Mientras que algunas camareras se sientan a tocar una cuchara musical, la versión canadiense de las castañuelas, otras reparten el instrumento entre los comensales. A mi santo le toca cuchara, y sigue la música con acierto. Yo declino la oferta, que en la vida he sido capaz de tocar otra cosa que no sean las narices.

El ambiente se va animando y el respetable sale a bailar. Ahí están las alegres comadres mexicanas, poseídas por el ritmo ragatanga canadiense, la cerveza y el caribú a cascoporro. Ellas sí que van apropiadas para visitar la plantación de arce, que se han disfrazado de leñadoras canadienses echándose al cuerpo unos vaqueros y unas camisas de cuadros rojos y negros. Miro a Barbie Ipanema: el morro, hinchadísimo ya de por sí, le llega hasta el suelo. Se ha manchado el conjunto de lino con un chorretón de jarabe de arce. Y eso no lo quita ni el payaso de Micolor.

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