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La muerte de un buey fue el desencadenante del suceso, según la acusación.

El parricidio de Zeberio: un buey muerto y una madre maltratada

Tiempo de historias ·

El joven Juan Abrisqueta fue condenado en 1917 por matar a su padre a golpes en la cocina del caserío, aunque el juicio desveló un infierno familiar de violencia física y psicológica

CARLOS BENITO

Miércoles, 8 de mayo 2019, 00:02

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El cadáver de Pedro Abrisqueta apareció el 26 de mayo de 1916 en una poza del río, cerca de su caserío en Zeberio. En un primer momento, todos pensaron que aquel campesino de 58 años, vecino del barrio de Uriondo y bastante aficionado al alcohol, había caído al agua y se había ahogado, pero bastó un examen superficial del cadáver para descartar esa versión: presentaba dos fuertes golpes en la cabeza que, desde luego, no parecían el resultado de ningún accidente. El cabo Yagüe, el guardia civil que realizó las primeras pesquisas, no necesitó indagar mucho en el pueblo para alcanzar un par de conclusiones. La primera, que el fallecido era un hombre de genio endiablado que maltrataba y atormentaba habitualmente a su esposa, Teresa Sagarduy. La segunda, que existían muchas probabilidades de que el crimen hubiese sido cometido por Juan, un hijo veinteañero de Pedro y Teresa que se había enfrentado en repetidas ocasiones al padre. En los últimos días, el ambiente enrarecido de la casa se había vuelto insostenible a causa de la muerte repentina de un buey, de la que Pedro culpaba a su mujer y su hijo por haber dejado que el animal comiese demasiada hierba.

En el primer interrogatorio, el joven explicó a los investigadores que su padre era un mal hombre, tremendamente violento, y que pegaba con frecuencia a Teresa. También les aclaró que, por el rencor que guardaba a su progenitor, ni siquiera había querido acercarse a ver su cadáver después de que lo encontraran. Pero incurrió en varias contradicciones y, cuando los guardias le acusaron directamente de ser el autor del homicidio, sufrió un desvanecimiento. Algunas declaraciones de Juan discrepaban de manera evidente de las que hizo su madre. Por ejemplo, sobre unas manchas de sangre que los agentes hallaron en la cocina del caserío, Teresa aseguró que eran el resultado de una copiosa hemorragia nasal que había sufrido su hijo, mientras que este las atribuyó al famoso buey fallecido. Yagüe y sus hombres también descubrieron que, la víspera del hallazgo del cuerpo, Juan no había cumplido con sus rutinas habituales: nadie le vio salir de la vivienda y tampoco preguntó la hora, como solía, al vecino más cercano.

Según las conclusiones de los investigadores, los hechos se habían producido el miércoles por la noche y tuvieron como desencadenante la inesperada muerte del buey, ocurrida la víspera. El irascible Pedro Abrisqueta montó en cólera con su esposa y su hijo y amenazó con abandonarlos y trasladarse a vivir a Barcelona, donde residía un hijo de su primer matrimonio. Con ese objetivo, se guardó todo el dinero que había en la casa: 1.100 pesetas, en once billetes de cien, y algunas monedas. El joven Juan, temeroso de que cumpliese su propósito (y también, según los guardias, de que dejase todos sus bienes en herencia a los hijos de su anterior matrimonio), tomó la resolución de matarlo. El miércoles por la noche, mandó a su madre a dormir y pidió a sus hermanos pequeños María y Tomás que saliesen a buscar agua fresca. «Su padre Pedro, que estaba tan embriagado que apenas podía tenerse en pie, se hallaba sentado en una silla y completamente distraído», relató 'El Pueblo Vasco'. Juan le pegó en la cabeza desde atrás, «con un hierro o palo», y le asestó un segundo golpe cuando ya había caído de bruces al suelo.

Después, siempre según el escrito de acusación, madre e hijo registraron al muerto, encontraron los once billetes y se los repartieron de manera más o menos equitativa: Juan se quedó con seiscientas pesetas y Teresa, con quinientas. A continuación vistieron el cuerpo con otra ropa -en esa tarea les ayudaron María y otro hijo, Remigio- y lo colocaron sobre su cama, donde permaneció hasta la noche del día siguiente, cuando Juan se lo llevó cargado sobre los hombros y lo arrojó desde un puente en el paraje de Elorrebieta. El acusado negaba que el crimen hubiese sido premeditado y que tuviese ningún motivo económico: según su relato, ese día llegó a casa y se encontró con que su madre estaba recibiendo una nueva paliza de su padre, así que cogió de la chimenea un madero a medio quemar y golpeó en la cabeza al maltratador. Sostenía también que en la ropa solo encontraron seis billetes de cien, no los once, y afirmaba que no había lanzado el cadáver desde lo alto del puente, sino que simplemente lo había depositado en la orilla del río Mayor.

El criado protector

El juicio, celebrado en diciembre de 1917 en la sección Primera de la Audiencia, levantó gran expectación, hasta el punto de que un buen número de curiosos se quedaron sin sitio en la sala. El acusado -que, por hablar solo euskera, tuvo que declarar a través de un intérprete- se atuvo a su versión de los hechos e insistió en el sufrimiento ocasionado por su padre, que, además de maltratarlos, se marchaba con frecuencia de casa. La madre, también acusada como encubridora, confirmó que el día del homicidio su marido la había golpeado con un palo en el hombro, en un episodio más de esas agresiones que marcaban la vida cotidiana de la familia: la mujer contó cómo, en una ocasión, el brutal Pedro le había destrozado la dentadura a golpes. Por el estrado fueron pasando testigos que conocían la «mala vida» que el campesino daba a su mujer y sus hijos. Además de varios conocidos, testificó un criado del caserío, Emilio Bilbao, que «muchas veces» había tenido que interponerse entre Teresa y Pedro para proteger a la mujer. Una cuñada del matrimonio, María Teresa Olano, evocó una noche en la que Teresa buscó refugio en su casa con toda la prole, después de que Pedro los echase a todos del hogar familiar. Y un vecino, Eleuterio Urtiaga, relató su visita al caserío justo el día en que habrían de matar a Pedro. Había acudido para ver si el campesino tenía corderos para vender y se lo encontró sentado ante una botella de aguardiente. En determinado momento, Teresa apareció en la cocina, lamentándose, y su marido le gritó que «si no se callaba, la dejaba muerta de un silletazo».

El jurado deliberó durante una hora. El fiscal había retirado la acusación de encubrimiento que pesaba sobre la desconsolada Teresa, que se abrazaba al abogado defensor y gritaba «semie, semie!» («¡mi hijo!»). El veredicto fue de culpabilidad. El ministerio público pidió catorce años y ocho meses de cárcel, por parricidio, mientras que la defensa alegó la eximente completa de defensa de la madre y reclamó la absolución o, en su caso, una pena de seis años. Finalmente, el tribunal sentenció a Juan Abrisqueta a doce años y un día de presidio.

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