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Los bomberos tratan de apagar las llamas del incendio que arrasó la Alhóndiga en 1919.

Muertos en acto de servicio

Tiempo de historias ·

El trágico fallecimiento de un bombero durante el terrible incendio de la Alhóndiga trajo a la memoria de los bilbaínos la muerte de Antonio Echániz en 1867

Sábado, 3 de agosto 2019

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Fue mala suerte. Una jugada trágica del destino que, aquel 21 de mayo de hace un siglo, hizo que el bombero Alejandro Arechavala estuviera en el lugar y hora equivocados. Eran las cinco y media de la tarde y la Alhóndiga ardía. No había descanso para los bomberos. A esa hora, Alejandro Arechavala se encontraba en la Alameda de Recalde. Arreglaba una manguera. Una vez la tuvo lista, un compañero le grito: «¡Anda, ve a la boca de riego y da agua!». Pronto y bien mandado, Alejandro se acercó y comenzó a conectar la manguera en la llave que estaba en la acera más pegada a la Alhóndiga. De pronto, un enorme trozo de la fachada se desprendió. No hubo tiempo de avisarle. Más de una tonelada de peso cayó sobre el pobre desgraciado. Tres compañeros suyos que presenciaron la escena, corrieron hacia el lugar de los hechos. Lo que vieron les heló la sangre. Alejandro estaba muerto «con los sesos esparcidos por tierra y el caso deshecho», contó 'El Liberal'. El cadáver fue conducido al cercano cuartel de los Forales. Allí, una vez concluidas las actuaciones para la certificación del fallecimiento, se permitió la entrada a otros bomberos y a miembros de la prensa. La imagen era desoladora. «Nosotros visitamos el cadáver –escribió el reporter de El Liberal-, sufriendo una impresión muy aguda, al igual que los compañeros del finado, algunos de los cuales lloraba amargamente». Alejandro Arechavala estaba casado y tenía cinco hijos. Su mujer era conocida pues vendía periódicos en la parte baja del Puente de Isabel II.

No era la primera vez que un bombero moría en acto de servicio. Desde 1708, año desde el que Bilbao contó con un grupo de hombres destinados a la labores de extinción de incendios, el fuego había hecho de las suyas. Uno de los sucesos más sonados, y que sin duda dejó una fuerte impronta en la memoria histórica de los bilbaínos, tuvo lugar en 1867. Sobre las dos de la madrugada del 7 de junio del citado año, estalló un violento incendio en el número 8 de la calle Correo, donde tenía su sede la famosa imprenta de Delmás. El fuego atenazó el edificio con una fuerza inusitada. Bomberos, soldados de la guarnición de la Villa y hasta vecinos, se esforzaban en luchar contra unas llamas que amenazaban con extenderse y causar una verdadera tragedia.

En un momento dado, el edificio se vino abajo. En su interior se encontraban el jefe de bomberos, Antonio Echániz y dos subordinados. Tras denodados esfuerzos se consiguió sacar los tres cuerpos. Murieron al día siguiente. Desgraciadamente, durante las labores de desescombro fue hallado el cadáver de otro bombero. Aquel hecho causó un gran impacto en la Villa. El entierro de los fallecidos fue multitudinario y el Ayuntamiento abrió una suscripción de ayuda a sus familias. Se recaudaron más de 12.000 pesetas. En 1868, en honor a los bomberos caídos y en especial al jefe de los mismos, Antonio Echániz, se acordó dar el nombre de éste a una plaza del nuevo ensanche bilbaíno. «Plaza del bombero Echániz», se llamó. En ella se instaló primero un templete o kiosko que más tarde fue reemplazado por un monolito.

El autor del primer Gargantúa

El homenaje que Bilbao rindió en su día al bombero Echániz fue sentido. En él no sólo se reconoció su valentía y arrojo sino también la de sus compañeros. Además, aquel hombre, bombero para más señas, había jugado un papel nada intrascendente en la historia de aquel Bilbao de la segunda mitad del siglo XIX. Carpintero de profesión, Antonio Echániz fue el artífice de algo tan bilbaíno como el Gargantúa, un gigantón de madera, pasión de los más pequeños, que sobrevivió a su creador hasta 1874. En ese año fue víctima de los bombardeos carlistas sobre la Villa. Emiliano de Arriaga lo recordó en sus Vuelos cortos de un chimbo. «Una bomba caída durante el porfiado sitio, cerca de aquel en que se hallaba, cual todo vecino incómodamente alojado, estallando con horrible explosión, lo hizo volar en menudos fragmentos…» Pero, además de carpintero, Antonio Echániz fue un notable fontanero que ejecutó importantes trabajos de traídas de agua hasta la Villa. Por todo ello, y principalmente, porque de entre los fallecidos era el de mayor impronta, hay una plaza en Bilbao que lleva su nombre.

El entierro de Alejandro Arechavala tuvo lugar el 22 de mayo de 1919. Una multitud se congregó a los pies de las calles por donde había de pasar la comitiva fúnebre. La capilla ardiente estuvo instalada en el Parque de Bomberos. «Apenas llegó el clero –informó 'El Liberal'-, el ataúd fue colocado en un coche tirado por cuatro caballos. En la trasera del vehículo pendían tres hermosas coronas: una de la viuda, otra del hermano y una tercera de los compañeros del finado». A la cabeza de la comitiva iban bomberos de paisano con la chapa distintiva en la solapa de la americana y hachas blancas y amarillas. A continuación, divididos en tres grupos, marcharon las autoridades y miembros de la familia. La imagen era imponente. Miles de personas seguían a la comitiva formando una de las manifestaciones de duelo más impresionantes de cuantas Bilbao había visto. La consternación era profunda y sincera. La solidaridad con la familia y con el resto de los bomberos era total. «Al paso del entierro muchas mujeres lloraban amargamente».

Demostraron así los bilbaínos su agradecimiento a los bomberos. Se reconoció su valentía y su entrega desinteresada. Ellos, los bomberos, formaban –y forman- parte de un cuerpo llamado a servir y proteger. Por eso el agradecimiento, además de obligado, fue sentido. Igual que había ocurrido muchos años antes, cuando Bilbao rindió homenaje a Antonio Echániz y a sus compañeros muertos en acto de servicio.

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