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La iglesia de la Encarnación, en Atxuri, en una imagen de finales del siglo XIX.

Motín en la Encarnación

Tiempo de historias ·

En 1661 las tensiones entre órdenes religiosas acabaron en violencia cuando los bilbaínos asaltaron el convento de Atxuri para defender la Inmaculada Concepción frente al escepticismo de los dominicos

Martes, 30 de abril 2019, 00:25

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En el Bilbao histórico la religiosidad tenía un peso muy medido. La religión estaba presente en los principales actos públicos y normaba las costumbres y los momentos fundamentales de la vida, pero no era una ciudad obsesionada por la religiosidad.

Había rogativas, procesiones y múltiples actos piadosos. Sin embargo, fueron frecuentes las tensiones entre la villa y la Iglesia. Bilbao se resistía a que se instalasen nuevas órdenes religiosas, temiendo que a la larga aumentasen los costos de la religión. La ciudad de comerciantes y artesanos no era proclive a los misticismos.

Hubo algunas excepciones en el pragmatismo habitual. Tiene interés un incidente que ocurrió en el siglo XVII, en el que hubo identificaciones religiosas extremas. Demuestra que los bilbaínos eran capaces de sostener la fe con algún fanatismo.

El Ayuntamiento decidió en 1620 «defender la Inmaculada Concepción de la Virgen», con solemne juramento de «tener y defender» tal misterio y así enseñarlo al pueblo –el dogma de la Inmaculada Concepción no fue declarado como tal hasta el siglo XIX–. Esta creencia arraigó en Bilbao. Algunos letreros proclamaban el misterio en casas y calles y la fiesta era muy celebrada.

Tal fe provocó algunos incidentes. En 1661 nombraron predicador de la villa al prior y vicario de la Encarnación, que era un convento de dominicas que albergaba algunos frailes. Fray Juan Ruano empezaba sus sermones sin la habitual proclamación del misterio de la Inmaculada Concepción. Se le pidió «con toda urbanidad» que rectificase, él se negó, «por hacerse singular», aseguró el Concejo cuando le tocó informar al Consejo de Castilla, pues el asunto llegó a mayores.

Había mar de fondo: los dominicos no creían en la Inmaculada Concepción. Seguían la doctrina de Santo Tomás, con la fórmula «la Virgen fue concebida y luego santificada». Los franciscanos habían propagado la nueva creencia y después los jesuitas, pero no los dominicos. Seguramente en las tensiones influyeron los celos entre las órdenes, que peleaban por afirmarse en la religiosidad bilbaína.

Por entonces, la creencia en la Inmaculada Concepción no era una cuestión menor. En 1613 hubo grandes tumultos en Sevilla, por negarse los dominicos a aceptar lo que era motivo de fe popular. Los hubo después en otros lugares.

En los sucesos bilbaínos de 1661 llovía sobre mojado. El año anterior, el 24 de marzo los congregantes de Nuestra Señora de la Expectación hicieron su procesión por Santiago y San Antón, tras el velatorio nocturno en el Colegio de los Jesuitas, instalado en la calle de la Cruz. Luego, como de costumbre, marcharon hacia la Encarnación, donde los dominicos les esperaban en corporación. El monaguillo no tuvo otra ocurrencia que, al entrar en la capilla, dar grandes campanillazos y clamar «Bendita y alabada la Inmaculada Concepción de la Virgen María Madre de Dios», que supondríamos hoy sería una muestra de piedad, destinada a concitar unanimidades.

Nada de eso, para los dominicos fue una provocación. Seguramente era lo que pretendía el monaguillo. Se armó una buena. Los dominicos se levantaron indignados contra «el dicho muchacho», le rompieron la linterna, le maltrataron, se volvieron contra los congregantes y les dijeron que se fuesen en mala hora. Que si estaban borrachos para incurrir en tal irreverencia. La sangre no llegó al río porque algunos devotos lograron calmar a congregantes y frailes.

Lo de 1661 acabó peor: a tiros. Fray Juan Ruano no se avenía a proclamar la Inmaculada Concepción y hubo una especie de respuesta popular. Estalló un motín en la plaza de la Encarnación, con intento de asalto al convento, disparo de mosquetes, consiguiente susto de las monjas, y colocación de letreros y banderas proclamando el misterio en la torre y muros de la capilla. Los tres caballeros a los que se atribuyó la dirección del motín fueron denunciados. El Regimiento los defendió, recordando el juramento de la villa: «Los vecinos de ella tienen hecho voto solemne de profesar y defender hasta derramar su sangre y morir el misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen madre de Dios». Exageraba, pues el compromiso juramentado no exigía tanto sacrificio. Según su informe los vecinos estaban exaltados y los tres acusados solo pretendían evitar que «el pueblo se enfureciese» más. Fueron absueltos.

El timo del obispo griego

No hubo muchos alardes de fe en la religiosidad bilbaína, pero tiene su intríngulis un incidente de un siglo después, en septiembre de 1751.

Apareció en Bilbao un hombre vestido de forma rara y actitud piadosa. Se le tuvo por santo antes de abrir la boca. La idea quedó confirmada cuando se propagó que era un obispo griego y contó, en castellano anticuado, que había estado preso de los moros, junto a otro obispo, sufriendo «horribles martirios». Había escapado milagrosamente, tras prometer a Dios que mendigaría hasta recaudar la enorme suma que pedían por el rescate de su compañero.

Contó en el púlpito de Santiago su martirio, celebró varias misas con el rito griego, en Santiago y en los conventos. Los bilbaínos –sobre todo, las mujeres, según las crónicas– le siguieron con arrobo y emoción. Se desvivieron por él gentes de toda condición: los vecinos acaudalados, las monjas, los frailes, los comerciantes, madres de familia, criadas… Unos le invitaban, otros le llevaban regalos y en general compitieron por darle limosnas con las que completar el rescate.

Anunció su marcha, para seguir su peregrinación en Francia. Esa tarde se colocó un cepillo junto a su posada y la recaudación ascendió a 8.000 reales, una cifra altísima. Cuando salió de la villa marchó a despedirle toda la población. Se dijo que 8.000 personas, aunque parece cifra exagerada.

Seguramente los bilbaínos quedaron reconfortados por su religiosidad y su contribución a una causa tan cristiana. Por una vez el misticismo había ganado a los negocios.

Sin embargo, la historia acabó mal. Unos días después el corregidor de Vizcaya recibió una carta de las autoridades de Bayona. Le pedían noticias de un zapatero judío que habían hecho preso y que sabían que había estado en Bilbao, haciéndose pasar por obispo… Les había tomado el pelo.

Acentuaría el chasco la circunstancia de que el estafador fuese judío, a juzgar por lo que había pasado veinte años antes. En diciembre de 1731 se supo que un barco extranjero había llegado a la ría con dos judíos, amo y criado. Se ordenó taxativamente que «no osen salir ni se les permita que salgan de dicho navío» y que no se comunicasen en secreto con nadie, y pusieron guardias para impedir que saliesen y profanasen Bilbao… a costa del propio Nieto, que así se llamaba el hombre y que tuvo que pagar su custodia. Aquella vez sí se salvó la moralidad bilbaína.

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