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El capitán Boyer asesinó a las víctimas en el entorno de San Francisco. E.C.

El juicio del capitán Boyer

Tiempo de historias ·

El 6 de diciembre de 1918 tuvo lugar un polémico consejo de guerra contra este oficial, acusado de matar a cuatro personas durante las huelgas de agosto de 1917 en Bilbao

Domingo, 9 de diciembre 2018, 00:28

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Estoy sediento de sangre». Estas palabras, según varios testigos, fueron pronunciadas la tarde del 16 de agosto de 1917 por el capitán Aníbal Boyer Menéndez. Oficial del Regimiento de León, el citado día se hallaba en Bilbao en labores de control y represión del movimiento huelguista que durante ese mes había estallado en la villa. El 6 de diciembre de 1918 y a instancias de la oficialidad del Regimiento de Garellano se convocó un Consejo de Guerra contra el capitán Boyer «por hechos delictivos que se le atribuyen durante la huelga general de Bilbao en el mes de agosto de 1918». La acusación era grave. Según las pruebas recabadas, el citado oficial había herido de gravedad, en plena calle de San Francisco y sin motivo aparente alguno, al soldado del Regimiento de Garellano Rufino Echevarría. Posteriormente, en el portal número 81 de la misma calle había disparado sobre el miembro de la Cruz Roja Bernabé Ayuso, al soldado Isidoro Urrutia y al paisano Tomás Eguidazu. En los tres casos, también según afirmaron testigos presenciales, no hubo provocación alguna. Simplemente disparó sobre ellos causándoles la muerte. Además de estos casos, el fiscal presentó testimonios sobre la muerte de un zapatero, ocurrida en la misma calle y sobre la que todo apuntaba a que el autor había sido el acusado. Además sobre este último caso se narró una espeluznante escena. El capitán Boyer, tras disparar sobre el zapatero, le pisó con saña la cabeza.

Los hechos que se juzgaban tuvieron como escenario un Bilbao tomado por el caos y el desorden. Tal y como figuraba en los documentos oficiales presentados, durante las primeras semanas de agosto «la población se hallaba en completo estado de anarquía, dándose doquiera vivas a la revolución. Estaban fuera de la ley 40.000 obreros con armas que les fueron entregadas previamente». La intervención del Ejército consiguió que se normalizara la circulación de trenes, el suministro de pan y de todos los servicios públicos de Bilbao. Por fin, según el informe, la mañana del 16 de agosto, la villa despertó en calma. No obstante, por la tarde se reanudaron los enfrentamientos. Ante esta situación, las órdenes dadas por las autoridades militares no dejaron duda alguna: hacer fuego al menor intento de agresión a la fuerza armada. Los tiroteos más importantes de aquella jornada tuvieron lugar en los barrios altos e Iralabarri. En total, según constaba en el informe, los soldados hicieron unos 4.184 disparos. Fue en ese contexto en el que se produjeron los hechos imputados al capitán Boyer.

En la vista, celebrada en el Cuartel de la Lealtad de Burgos, a la que no acudió por la mañana el acusado, se relataron los hechos acaecidos la noche de autos, así como se demostró que la pistola usada por el acusado no fue la reglamentaria, sino una que había sido requisada a uno de los huelguistas detenidos, lo que probaba la diferencia de calibre entre la munición usada en los crímenes y la procedente del arma propia del encausado. El fiscal, durante la lectura de su informe, fue extremadamente minucioso y presentó todas las pruebas existentes, la mayor parte de ellas procedentes de testigos presenciales. Obviamente, consideraba que no era agradable someter a juicio a un oficial cuya hoja de servicios había sido intachable aunque, a juzgar por los hechos, no había nada, ni siquiera las órdenes que entonces se dieron de disolver por la fuerza y sin miramientos a los manifestantes, que justificase unos actos como los cometidos. Movido seguramente por su condición de militar, el fiscal procuró en vano «encontrar la trama interior de la vida del señor Boyer, su contextura espiritual, su organización física, sus relaciones sexuales, que tan íntimo engarce guardan a veces con ciertos procesos de la criminalidad, la herencia, etc., etc., afanoso de hallar en la Antropología criminal explicación á los hechos de que se ocupa».

Nada se encontró que justificara sus actos. Todo había sido el producto de una voluntad contraria a las leyes morales y de una perversión de los sentimientos, faltos de toda piedad. Sólo así era posible comprender afirmaciones realizadas aquella noche por el acusado tales como: «estoy sediento de sangre», o, más espeluznante aún, el hecho de pisar la cabeza del zapatero, abatido también de un disparo. Por todo ello, el fiscal militar pidió la máxima pena para el acusado, la muerte.

Un plan para quemar la villa

La defensa del acusado hizo hincapié en los sucesos que durante la noche del 16 al 17 de agosto tuvieron lugar en la capital vizcaína. Se subrayó la gravedad de los mismos y se intentó demostrar que existía un plan para quemar la villa por parte de los huelguistas revolucionarios. Obviamente, ante hechos como estos, tanto el capitán Boyer como el resto de los miembros del Ejército tuvieron que actuar con dureza. No cabía la menor duda de que el acusado actuó según las órdenes recibidas y que si en algún momento hirió a alguien lo hizo en legítima defensa. Además, en el citado informe se subrayó también la existencia de una conspiración de amplio calado político cuya única finalidad era la de desprestigiar al Ejército a través de un castigo ejemplar al capitán Boyer. El acusado, durante su turno de palabra, no hizo más que mostrar su acuerdo con el informe presentado por la defensa.

Tres meses después, el 11 de marzo de 1919, el Consejo Supremo de Guerra y Marina concedió el perdón al capitán Boyer. Era sabido. Como señaló la prensa, el fallo absolutorio «se tenía por descontado desde el mismo día que se celebró el Consejo de guerra en Burgos».

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