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La multitud observa el fuego desde la calle Fernández del Campo.

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La multitud observa el fuego desde la calle Fernández del Campo.

Cien años del incendio en La Alhóndiga

Tiempo de historias ·

Hace un siglo las llamas estuvieron a punto de destruir el depósito de mercancías construido por Ricardo Bastida, que hoy acoge el Azkuna Zentroa

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Sábado, 18 de mayo 2019, 01:32

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Hasta las 4.30 de la mañana los serenos Julián Fernández y Leoncio Rodríguez habían hecho sus respectivas rondas por Indauchu sin mayores problemas. La zona, ya urbanizada pero formada por casas dispersas y muchos solares abiertos, era muy tranquila. Pero algo llamó su atención cuando se acercaron a la Alhóndiga municipal. Desde las calles Gordóniz y Fernández del Campo, respectivamente, vieron que salía humo de la azotea del edificio. Era el miércoles 21 de mayo de 1919 y ambos fueron los primeros testigos de un incendio que conmocionó a la sociedad bilbaína por su enorme magnitud, el daño económico que causó a numerosos comerciantes y, sobre todo, por la muerte de un bombero, el cabo Alejandro Arechavala. El próximo martes se cumplen 100 años del desencadenamiento de una catástrofe que a punto estuvo de destruir el edificio que ahora acoge el Azkuna Zentroa.

Fernández y Rodríguez dieron la alarma y los bomberos se presentaron con una rapidez asombrosa. Pero las toneladas de mercancías inflamables que se almacenaban en el edificio alimentaban un fuego que se demostró indomable. Como al día siguiente explicaba a sus lectores 'El Pueblo Vasco', «a las cinco de la mañana las ventanas de la fachada principal y el ángulo del edificio que da a la plaza de Arriquibar eran otras tantas bocas de fuego».

La Alhóndiga era «un hermoso edificio, el mejor de España entre los de su clase», como dijo 'La Gaceta del Norte' en su portada, bajo el titular 'Horroroso incendio en la Alhóndiga de Bilbao'. También era una construcción de vanguardia proyectada por Ricardo Bastida, el arquitecto municipal. Construida en 1908, fue inaugurada al año siguiente siendo alcalde el también arquitecto Gregorio de Ibarreche, del PNV. Bastida había ideado un edificio que ocupaba toda una manzana del Ensanche. Como explica Elías Mas en uno de sus artículos, «proyectó una construcción funcional y avanzada», sirviéndose de materiales como el hormigón armado. Su creador era consciente de que la Alhóndiga iba a acabar rodeada de casas, por eso su estructura funcional interior se traducía al exterior «en un equipamiento perfectamente incluido y a a vez respetuoso del Ensanche y el escenario definido por los edificios del mismo», gracias a la estética de aires modernistas de sus elegantes fachadas.

'El Noticiero Bilbaíno' daba cuenta a sus lectores de que la Alhóndiga «consta de sótano, planta baja y pisos primero y segundo. La planta baja, piso primero y sótano, están destinados a vinos y aceites. El piso segundo se destina a almacenes de licores, alcoholes y esencias. Este piso también tiene depósito de droguería». El edificio estaba valorado «en 2.000.000 de pesetas y se halla asegurado en cuatro compañías, El Sun, la Aurora, La Unión y el Fénix Español, y La Catalana».

A medida que la villa despertaba, la gente, atraída por la columna de humo, empezó a arremolinarse en torno a la construcción en llamas. La mayoría eran vecinos y desocupados curiosos, pero también estaban los almacenistas cuyas mercancías corrían el riesgo de arder o incluso de explotar. Desde primera hora ya se habían hecho cargo de las labores de extinción los arquitectos municipales, Adolfo Gil y Ricardo Bastida, que además eran jefe y subjefe de bomberos, respectivamente. Pronto se incorporó el alcalde, Gabino Orbe, de Comunión Nacionalista Vasca, que apareció a bordo de un coche de punto que había detenido según lo vio pasar cuando salió corriendo de casa. Todos temían que ocurriera una gran explosión.

Los guardias municipales y los forales -los miñones- pronto se vieron desbordados y fue precisa la presencia del Ejército, que envió soldados desde Garellano y San Francisco. A pesar de los esfuerzos de los bomberos, «no tardaron en menudear las explosiones de las materias inflamables, tales como el alcohol depositado en barricas y el petróleo guardado en latas». Los estallidos «sembraron el pánico entre el vecindario de las calles cercanas, cuyos moradores contemplaban el siniestro asomados a los balcones y ventanas».

A mediodía «el fuego se hallaba en todo su apogeo», decía 'El Pueblo Vasco'. Pasadas las dos de la tarde «volvió a tomar mayor incremento a causa de un vientecillo fino que se levantó y que sirvió además para refrescar la temperatura». Toda la construcción «veíase envuelta en llamas y las lenguas de fuego asomaban amenazadoras por las ventanas del edificio», mientras algunas de las torres comenzaban a inclinarse y las paredes se combaban «al dilatarse por el exceso de calor los herrajes y alambres que sirven de armazón al hormigón armado».

A ruegos de los almacenistas, se decidió abrir agujeros a mazazos en las paredes más alejadas del fuego para salvar la mayor parte posible de las mercancías: a diferencia del edificio, estaban sin asegurar y se temía que las pérdidas alcanzaran los 30 millones de pesetas.

«Se dispuso que con cinco mangas se formase una cortina de agua para atajar el fuego» en Fernández del Campo, a través de las ventanas del segundo piso, donde se suponía que se había originado la combustión, generada por un hornillo encendido, según unos, o por «un contacto de cables», según otros. Parece que las llamas se iniciaron «en el piso segundo de la nave primera», donde tenía establecido un puesto el droguero Demetrio Montejo.

Llegó un contingente de «100 soldados del regimiento de Garellano para acordonar la zona. También por disposición de la autoridad militar acudieron los camilleros y personal de la Cruz Roja con su botiquín». El alcalde, «por su parte, envió el coche de la ambulancia sanitaria municipal y a los camilleros municipales, que prestaron excelentes servicios de auxilio».

«A las cuatro hicieron nuevamente explosión infinidad de bidones de gasolina, bombonas de alcohol y cajas de petróleo, pero afortunadamente no ocasionaron desgracias». A esa hora los arquitectos municipales, Bastida y Gil, ya habían asumido que el fuego iba a durar varios días y que lo único que podían hacer era tratar de contener su avance. Pero fue pasadas las cinco y media de la tarde cuando ocurrió lo peor.

Muere el bombero Arechavala

Así lo contó 'El Pueblo Vasco': Se desprendió «un enorme cascote de hormigón de una de las torrecillas laterales del edificio, produciendo una desgarradora desgracia». El bloque «alcanzó al bombero Alejandro Arechavala», que «inmediatamente fue socorrido» por sus compañeros. Pero nada pudieron hacer, «el infortunado murió como un héroe en el cumplimiento de su deber», con el cráneo fracturado. «La dolorosa desgracia impresionó hondamente a cuantos la presenciaron» y despertó una ola de solidaridad que llegó hasta Santander: el jefe de los bomberos de la capital cántabra «conferenció telefónicamente» con el alcalde de Bilbao para transmitirle su pésame y ofrecer los servicios de su equipo para apagar el fuego. Arechavala estaba «casado, era natural de Cubos de Bureba (Burgos) y se hallaba domiciliado en la calle de la Ronda, 24, tercero». Tenía cinco hijos.

La Alhóndiga siguió ardiendo la noche del miércoles y el jueves, mientras los curiosos iban y venían, formando siempre una multitud expectante. Se decidió reforzar el perímetro de seguridad.

El arquitecto y jefe de bomberos «señor Gil, y el jefe del Servicio de Aguas, señor Menjón, dieron órdenes de que se cerrasen todas las puertas de la Alhóndiga, dejando únicamente abierta la que da a la Alameda de San Mamés», contaba 'La Gaceta del Norte'. Se hizo para ahogar el fuego por falta de oxígeno que lo alimentara, pero también para «impedir que continuasen las sustracciones, pues no faltaban sujetos desaprensivos que haciéndose pasar por vinateros se llevaban lo que encontraban a mano. Latas de sardinas, chorizos, botellas de champagne, etc. etc». 'El Pueblo Vasco' añadía que cuando al mediodía las llamas cedieron un poco, «el alcalde ordenó que se emplearan los 150 hombres de la brigada de la limpieza pública para que pudieran salvar todo lo posible» de entre las mercancías almacenadas.

El 'Noticiero Bilbaíno' describió así el panorama al anochecer: «El edificio y todas sus cercanías se hallaban completamente a oscuras y las calles lindantes con las cuatro fachadas de la Alhóndiga convertidas en verdaderos lodazales, entre los que sobresalían las barricas, fardos de mercancías y mangas sujetas lanzando torrentes de agua sobre el edificio». Por la tarde se había celebrado el funeral del bombero Arechavala, «una manifestación de duelo de todo el vecindario».

El viernes, por fin, los bomberos vencieron a las llamas y el sábado se hizo público que el incendio había sido extinguido. Los arquitectos Bastida y Gil acometieron el derribo de las partes más deterioradas del edificio -entre ellas una de las torres, que tuvo que ser derruida porque se había inclinado peligrosamente- y su reconstrucción. Empezaron a acumularse los donativos para la viuda e hijos de Arechavala, como el de 1.000 pesetas remitido «con atento oficio» por «la sociedad de seguros contra incendios La Aurora, para que se agregue a la cantidad que se dé a la familia del bombero fallecido, con el fin de remediar de algún modo su angustiosa situación».

Tocó hacer balance de pérdidas. «Ya viene Paco con la rebaja» tituló 'La Gaceta del Norte', con una guasa algo desconcertante dado lo dramático de la situación, para contar que «ayer se ha comprobado que los daños materiales no llegan ni a la mitad de los 30 millones» que se habían temido al principio, lo que no consoló demasiado a los almacenistas afectados.

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