Cuando había chabolas donde hoy está el Guggenheim
En la Campa de los Ingleses se levantó en los años 50 un poblado con 63 casitas, el primero que fue desmantelado por el Ayuntamiento
La Campa de los Ingleses es un lugar ineludible cuando se escribe la historia de Bilbao, porque tiene un vínculo más o menos directo con dos emblemas de la villa. Fue allí donde, a finales del siglo XIX, los marineros británicos practicaban un deporte desconocido para la población local, en el que arreaban patadas y más patadas a un balón: una placa recuerda hoy a aquellos pioneros del fútbol vizcaíno, que muy pronto contagiaron a los nativos su afición y dieron lugar a la fundación del Athletic. Un siglo más tarde, a finales del XX, ese mismo muelle se convertiría en el emplazamiento del Guggenheim, el nuevo corazón simbólico de la ciudad, el museo que catapultó la capital vizcaína hacia las rutas turísticas del mundo entero.
Menos gente sabe, porque se menciona muchísimo menos a menudo, que en la Campa de los Ingleses se ubicó uno de los poblados chabolistas de Bilbao. Cuando se habla de aquellas barriadas levantadas en los años 50 para acoger a los inmigrantes llegados de toda España, atraídos por la promesa de porvenir que planteaba la industria vizcaína, se suele emplear el término 'cinturón'. Y es verdad que lo era, una constelación de casitas edificadas a toda prisa allá arriba, en las laderas, como contemplando desde las alturas –y desde pendientes a menudo inverosímiles– el bienestar de los vecinos 'oficiales' que residían en pisos: así surgieron los núcleos de Monte Cabras, Monte Banderas, Masustegui, Uretamendi... Pero también es cierto que existía un asentamiento importante en pleno casco urbano, en Abandoibarra, que entonces era todavía una zona industrial, dominada por los astilleros, los tinglados portuarios y los tendidos y almacenes del ferrocarril.
«Hay unas 35 construcciones de hojalata y tablas que carecen de todo», decía sobre la barriada de la Campa de los Ingleses un artículo publicado en 1955 por este periódico. En el libro 'Este barrio de barro', estudio del chabolismo en Bilbao editado por Txalaparta, el historiador Iñigo López Simón explica que en 1959 se contaban ya 63 viviendas, en las que residían 282 personas. Tenían suministro de luz eléctrica, pero no sistema de saneamiento, y no estaban atendidas por el servicio municipal de recogida de basuras. «El agua –detalla López Simón– la obtenían de una fuente que había bajo el puente de La Salve».
El pintor y cronista K-Toño Frade dedicó al asentamiento en 1961 una entrega de su serie 'Estampas bilbaínas', en la que mostraba una escena radicalmente alejada de los estereotipos de marginalidad y miseria, pero la censura franquista no permitió su publicación «para no airear la plaga de chabolismo» en la ciudad. En el dibujo se distinguía una edificación más grande que las demás, que albergaba el Bar Motrico, evocado por el propio Frade como un local de «gran ambiente» donde los habitantes del poblado se codeaban «con cargadores del muelle, trabajadores de Euskalduna y de factorías de la zona, así como marineros de los barcos atracados».
A las autoridades de la dictadura les molestaba enormemente la proliferación de estas viviendas irregulares, especialmente en un lugar tan céntrico, delante de la Universidad de Deusto. Si el régimen no permitía la difusión de un inocente dibujo de las chabolas, mucho menos habría dado el visto bueno a la publicación de fotografías del asentamiento. La documentación gráfica sobre el poblado de la Campa de los Ingleses –y, en general, sobre todo el cinturón chabolista, excepto en los raros casos en que algún residente disponía de cámara– es lamentablemente escasa, pero una circunstancia nos permite disponer del material que ilustra este reportaje: las casitas de Abandoibarra fueron las primeras que echó abajo el Ayuntamiento en su Operación Derribo-Chabolas (ese era el rotundo nombre oficial) y sus habitantes se convirtieron en los pioneros del nuevo barrio de Otxarkoaga, levantado a toda prisa para acoger a los habitantes desalojados de las viviendas 'eliminadas'.
A las 9 de la mañana del 10 de agosto de 1961, una caravana compuesta de tres camiones de Bomberos, cinco camiones de transporte, tres autobuses y varias ambulancias se trasladaron a la Campa de los Ingleses para emprender la demolición. «Las mujeres apiñaban las cosas en montones aislados mientras los hombres, en el afán de salvar de los derrumbamientos todo lo que entendían que podía aprovecharse –marcos de puertas y ventanas, cristales, arandelas de cocina, etc.– trabajaban sudorosos, esperando la hora anunciada», relataba EL CORREO. Había que trasladar los muebles y los colchones, incluso los cuadros de la Virgen, pero también los animales: «Han preferido llevar sus gallinas en las manos, dentro del autobús», recogía 'La Gaceta del Norte'. La primera casita derribada fue la que lucía el número trece, sin cimientos: no hubo más que dar un tirón de cable con el camión para desbaratarla. La segunda, una construcción más ambiciosa, hubo que demolerla a golpe de piqueta: «Antes del hundimiento, para evitar que el polvo se extendiese, los bomberos la regaron por completo. Era una chabolita –de todas, la mejor– con su cerco de flores y su emparrado verde», describía el periodista Carlos Prieto en este diario.
Un perrito en brazos
Los periódicos, vigilados de cerca por los censores, presentaron el tránsito desde la Campa de los Ingleses hasta Otxarkoaga como un proceso pacífico, algo así como el cumplimiento de un sueño, pero en realidad no lo fue tanto: «Debido a la resistencia de los vecinos, los próximos días se movilizó a la Comandancia Militar de Zorroza», puntualiza Iñigo López Simón, que cita «imágenes de resistencia y violencia». Los reporteros sí dejaron entrever que la ilusión en la que tanto insistían las autoridades estaba sombreada de incertidumbre, y también de desgarro por abandonar unos hogares levantados con tanto esfuerzo y esmero. Recurrían para ello a la estrategia de charlar con los más pequeños, de inocencia inimputable. «Un niño sujetando un perrito entre los brazos lloraba inconsolable. No se quería marchar. Decía que 'allí' no podría correr igual que aquí», reflejaba EL CORREO. Y, en 'La Gaceta', José María Portell entrevistaba a Mari Cruz Pérez, una cría de 11 años que contemplaba muy seria su nuevo bloque, el 78 de Otxarkoaga. «No estoy contenta. Desde aquí no veo Bilbao, y a mí me gusta ver el tren y los autobuses. Además, yo no sé ir sola hasta Bilbao». El padre de la pequeña sopesaba cautelosamente pros («esta casa es mucho mejor») y contras («nosotros nos hubiéramos quedado allí»). Con esas dudas arrancaba la historia de Otxarkoaga, un barrio apartado y lleno de carencias, pero en el que pronto surgiría un fuerte orgullo identitario.
Además de fotógrafos, en el derribo del asentamiento de la Campa de los Ingleses estuvo presente el equipo cinematográfico de Jorge Grau, a quien el Ministerio de Vivienda había encargado un documental sobre el proceso. El cortometraje resultante (al que se añadieron más imágenes de rostros felices por exigencia personal del mismísimo Franco) casi no incluye material del poblado chabolista: se produce, de hecho, un corte brusco en el montaje justo cuando se está mostrando la evacuación. Treinta y seis años después, con la metamorfosis urbana y la inauguración del Guggenheim, la Campa de los Ingleses se convertiría en el punto más fotografiado de todo Bilbao.
El documental 'Ocharcoaga'.