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Un «desierto» bajo el verde eucalipto

ELCORREO compara, con la ayuda de un experto de la Fundación Lurgaia, los ecosistemas de una plantación de eucaliptos, ubicada entre Bakio y Lemoiz, y de un bosque autóctono en Busturia

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Domingo, 16 de enero 2022

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A finales del pasado mes de diciembre la Diputación Foral de Bizkaia anunció una moratoria que limita las repoblaciones y reforestaciones con eucalipto hasta el 31 de diciembre de 2025. El texto, que se aprobará definitivamente en este primer trimestre de 2022, da respuesta a un debate que ha estado muy vivo especialmente en los últimos dos años. De un lado, ecologistas y una parte de la sociedad cada vez más concienciada con la conservación de la naturaleza; de otro, el sector maderero, que, tras el golpe que supuso la banda marrón del pino, se refugió en el eucalipto como forma de producción.

Los espigados y olorosos árboles de origen australiano ofrecen grandes ventajas a los productores. No solo dan cortas cada 12-15 años, sino que no es necesario replantar más que cada tres talas ya que los nuevos ejemplares crecen desde los tocones. Luego se arrancan las raíces y se planta un nuevo ejemplar. Así aunque los precios bajen, la producción es bastante rentable porque da frutos a corto plazo en comparación con el pino, que tarda 30-40 años en ser aprovechable, las hayas que necesitan 100 o los robles, que superan los 120. Son maderas de calidad superior, pero la espera es demasiado larga.

Son argumentos que explican que la franja costera de Bizkaia sea una mancha verde mate que en algunas zonas llega al borde de los acantilados. Según el último censo, de 2020, el territorio suma 20.000 hectáreas de eucaliptales, aunque algunas asociaciones de ecologistas aseguran que «el crecimiento en los últimos dos años ha sido tan salvaje que serán ya 30.000». Para ellos, estos árboles no conforman un bosque ni mucho menos un ecosistema porque «bajo ese manto verde hay un desierto». Contribuyen a disminuir el carbono en la atmósfera pero «su explotación genera tantos perjuicios que inclinan la balanza en su contra sin ninguna duda», argumenta Jon Hidalgo, portavoz de Fundación Lurgaia, una entidad privada sin ánimo de lucro cuyo fin es favorecer la conservación de la biodiversidad y la gestión del patrimonio natural.

Eucaliptal

Un «ejército de árboles», silencioso y sin helechos

«Esto no es un bosque, es un ejército de árboles. Aquí solo hay madera». Así de tajante se muestra Jon Hidalgo, de la Fundación Lurgaia, a la hora de definir el paisaje que se abre ante sus ojos. Es una plantación de eucaliptos ubicada entre Bakio y Lemoiz. Una más de las tantas que cubren la franja de costa que va desde Bermeo a Gorliz. «Esos tendrán unos 12 años, están casi a punto para la tala», explica.

Troncos largos y altos a cuyos pies solo hay cortezas y hojas muertas. Algunas zarzas se empeñan en crecer entre los restos pero ni rastro de helechos, musgos, líquenes... A lo lejos, un arbolito crece al borde de la pista por la que se sacó en camiones la última corta. «Es un tipo de mimosa, no como las de los jardines, que también hay por aquí pero de la misma familia. Ambas son plantas exóticas e invasoras». Adiós ilusión. «Aquí debería haber acebos, algún madroño, retoños de robles, abedules, castaños, encinas... sin embargo solo se ven árgomas y algún brote de brezo», lamenta Hidalgo.

Se escucha el rumor de los regueros que bajan con las aguas de lluvia de días pasados y las voces humanas que callan esperando escuchar algún pajarillo. «Estamos en enero y es verdad que no es época de cantos, pero es que en otras estaciones tampoco hay. Como mucho alguna curruca en el tiempo de floración y alguna rapaz que anida en las copas altas». Tampoco hay pequeños mamíferos, como ratoncillos o lirones «y si escarbas no se ven gusanos, lombrices o insectos. Hay algunos hongos, pero muy pocos», confirma el experto. «La fauna y la flora autóctona no han sido capaces de adaptarse a este tipo de ecosistema».

– Pero son árboles y por tanto eliminan carbono ¿no?

– Así es pero la explotación, con la introducción de gran maquinaria, que además del consumo de combustibles agota el suelo, el trasiego de camiones o la producción de la pasta de papel son procesos que generan más carbono del que eliminan los propios eucaliptos.

Y otro factor que se suma a la balanza contra estas plantaciones. «Los arroyos que las cruzan o los que pasan cerca son más pobres. Estos suelos están muy erosionados, se pierde muchísima tierra que acaba en los ríos, que bajan revueltos y con poca vida, algo que tampoco favorece el escaso valor nutritivo de las hojas del eucalipto. Así que tienen menos insectos, anfibios etc».

Bosque autóctono

Un ecosistema natural con una larga lista de habitantes

Pese a que el invierno ralentiza los ritmos vitales del bosque, plantas de varios tipos alfrombran un suelo rico en vida

El entorno del río Amunategi de Busturia es un buen ejemplo de bosque de ribera. En pleno invierno, las ramas desnudas de sauces, chopos, álamos, fresnos, abedules, robles o castaños tienen algo de fantasmagórico. Es solo una imagen bucólica y literaria. El gris de las alturas contrasta con las distintas tonalidades de verde y marrón que pintan el suelo, una alfombra en la que basta remover un poco la hojarasca para que aparezca una pequeña salamandra. El cauce discurre transparente.

«Esto es un ecosistema natural, donde no hay tiempo, donde se dan procesos de forma lógica y coherente. Hay equilibrio», describe Jon Hidalgo. Sabe de lo que habla, Lurgaia es una fundación que adquiere terrenos para conservarlos o recuperarlos mediante plantaciones de especies autóctonas, siempre «garantizando y cuidando de sus valores naturales».

El sol de primera hora de la tarde anima a algunas aves a trinar. Se escucha el chasqueo invernal de los petirrojos, algún virtuoso chochín y un siempre dispuesto mirlo. El rumor del río casi los tapa, pero ahí están. Un arrendajo escapa entre los árboles molesto por la intrusión. «Aquí pueden anidar, tienen sustento porque hay gusanos, semillas, frutos, insectos todas las estaciones», describe el experto.

Las hojas del pasado otoño se pudren en el suelo y sus nutrientes «enriquecen un subsuelo rico en vida con infinidad de microorganismos». Su valor ambiental se confirma con la abundancia de plantas y musgos. Los humildes y resistentes helechos despliegan sus hojas por todos los rincones y los musgos crecen aferrados a rocas o troncos. «Aquí también hay hongos y micromamíferos, sagutxus, que dependen de bellotas, castañas, frutos silvestres, flores que luego pueden almacenar, no como en un eucaliptal».

A lo largo del año pasan por este ecosistema, ahora ralentizado por los ritmos estacionales, «varios tipos de anfibios y reptiles y un sin fin de aves». Entre ellas, varias especies de currucas, carboneros, herrerillos, papamoscas, mitos, picapinos, distintos córvidos y también rapaces como azores, ratoneros, milanos y por supuesto lechuzas, cárabos, búhos chichos y una larga lista. Corzos, jabalíes, zorros, comadrejas, erizos y algún gato montés son solo ejemplos de los habitantes que se cobijan bajo el dosel arbóreo autóctono. «Aquí no solo hay madera», concluye Hidalgo.

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