Alberto López Jaureguizar, junto a su esposa, Victoria Eugenia Vidaur, en una celebración familiar. álbum de la familia

«Vio matar a dos militares y me dijo: 'Son asesinos. Hay que tomar partido'»

40 aniversario ·

ETA segó la vida en Getxo de Alberto López Jaureguizar, apoderado de Tabacalera. Su viuda, Victoria Vidaur, aún se pregunta por qué le pusieron en la diana

Martes, 19 de julio 2022, 00:27

Aquella mañana se rompió algo en Alberto López Jaureguizar. Era apoderado de Tabacalera y un padre de familia de vida tranquila, con cuatro hijos. Aquella mañana del 19 de septiembre de 1979, cuando se dirigía al trabajo, fue testigo del asesinato de dos militares -Julián Ezquerro y Aurelio Pérez Zamora- cerca del cuartel de Garellano. «Tuvo que parapetarse detrás de la puerta del coche», confiesa a este diario su mujer, Victoria Eugenia Vidaur. Recuerda perfectamente que Alberto llegó a casa muy pálido, con el gesto desencajado. «Son asesinatos, Vicky, asesinatos. Hay que tomar partido», le dijo.

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El matrimonio salió aquella tarde al balcón, en su casa de Getxo, y colocó una bandera española con un lazo negro. A partir de entonces, volvieron a hacerlo cada vez que ETA segaba una vida. A comienzos de los 80, eso sucedía casi a diario. Alberto también empezó a acudir a los funerales de las víctimas de la banda. No soportaba saber que había iglesias vacías. Era solo un hombre, una pareja cuando podía acudir su esposa, en un banco de cualquier parroquia. Todo un gesto de resistencia en una sociedad paralizada.

Dice el clásico que las campanas acaban doblando por uno mismo. Alberto nunca pensó que aquella bandera con crespón ondearía un día en su memoria. El 16 de julio de 1982 besó a su mujer y se marchó para hacer la revisión del coche antes de salir de vacaciones. Iba a llevar a su esposa y los hijos y todo estaba preparado. Al subir al vehículo, tres hombres le rodearon. Eran miembros de ETA. Le acribillaron.

«Siempre me he preguntado por qué fueron a a por él», confiesa Victoria Vidaur. Ella lo atribuye más a que sacara la bandera al balcón que al hecho de que se hubiera afiliado, 15 días antes de morir, a Alianza Popular. No era un cargo ni alguien visible, menos aún en tan poco tiempo. Tampoco había recibido amenazas. Además de su trabajo en Tabacalera, tenía una pequeña asesoría con un amigo en la que hacían el IRPF a algunos estanqueros. «ETA le acusó de financiar bandas paramilitares. ¡Qué iba a financiar un hombre que trabajaba 10 y 12 horas para mantener a sus cuatro hijos. Yo era ama de casa y me dedicaba a cuidarles. Un sinsentido. Un baldón que ponían encima del que mataban, como cuando decían que eran confidentes o traficantes».

La muerte fue rápida, como un golpe seco. «Nos dieron unos timbrazos en casa. ¡Bajad, bajad! Allí estaba Alberto muerto en el coche». Mandó al hijo pequeño con una amiga y llamó a los trinitarios para que le dieran la extremaunción. No había nada que hacer.

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Luego vino el funeral, el primero en que se echaría en falta su gesto. Vidaur agradece a las monjas del colegio del Sagrado Corazón que le echaron una mano, «incluso económica porque la situación era difícil», cuando murió su marido. «También se portó muy bien nuestro amigo Antonio Merino».

La vida, incorregible, se empeñó en seguir adelante contracorriente. «Me quedé viuda con cuatro hijos que tenían entre 6 y 14 años. Era una edad muy complicada y pensé que lo mejor era que nos fuéramos a un lugar donde no fueran conocidos. Quería alejarles del ambiente que se vivía en el País Vasco, de la división y del odio. Y no quería que les estuviesen recordando todo el día lo mismo. No quería que fuesen protagonistas de nada», explica con una lucidez que no empaña su avanzada edad -es octogenaria-.

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«No creí que nos podía tocar»

Eligió Alicante, donde vivía algún amigo y algún familiar. Un mes después del asesinato ya estaban todos allí. Nunca han vuelto a Euskadi. «Soy regionalista, no nacionalista y muy española. Mi abuelo fue alcalde de Zierbena, mi abuelo era un cirujano muy conocido de San Sebastián. Estoy contenta aquí, en Alicante nos acogieron muy bien. Pero no fue fácil. Después del asesinato haces falta mucho y no estás bien. Los cuatro hijos han pasado lo suyo. Hemos tenido depresiones. El dolor... cada uno lo pasa como puede», confiesa.

Su suegra, la madre de Alberto López Jaureguizar, murió apenas un año después del crimen. Admite Victoria Eugenia Vidaur que «para mi madre, una bilbaína de toda la vida, no fue fácil verse trasplantada en Alicante».

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«Yo no entendía nada, ni por qué. Por supuesto es una barbaridad y está igual de mal matar a un guardia o un policía. Me da la misma pena, pero al menos saben que están en acto de servicio. Yo no pensaba que nos podía tocar», recuerda.

En Tabacalera, Alberto había tenido algún pequeño enfrentamiento con representantes de ELA que querían que guardias civiles jubilados dejaran de hacer las descargas. «Les había dicho que él no echaba a nadie, que cuando hubiera huecos por edad les iría llamando». Todo lo que le viene a la cabeza, cuando piensa en qué fue lo que situó en la diana a su marido, se antoja nimio. Y vuelve a la bandera y al crespón. «Yo creo que fue eso».

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Tiene su teoría sobre la información que facilitó el atentado. «He estado muchos años pensando y repensando. Había un comercio de lanas cerca, una tienda llena de mujeres donde siempre se callaban cuando yo entraba. Estoy segura». No saber, con certeza, hace que la cabeza no pare nunca de dar vueltas. Su caso no está resuelto. «No saber las cosas es lo peor. Lo que sabes, lo afrontas, pero la incertidumbre me hace polvo», reconoce.

No se cansa de luchar. Hace unas semanas, de la mano de Covite, pidió el sumario del caso a la Audiencia Nacional. Un primer paso para saber algo más, aunque sea 40 años después. «Igual ahí aparece algún detalle».

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«En mi casa le llamaban 'San Alberto' por los favores que hacía»

Victoria Eugenia Vidaur habla de su marido con una emoción que no ha cambiado en 40 años de ausencia. «No nos enfadamos ni discutimos ni una sola vez. Era un hombre muy reposado, templado, muy familiar», recuerda. «En mi casa le llamaban 'San Alberto' porque estaba todo el día haciendo favores a todo el mundo», rememora con una sonrisa de otro tiempo. «Era un espartano. Él no necesitaba nada para él. Le compraba una chaqueta y la tenía dos años en el armario porque decía que la otra no estaba tan vieja». Su pasión eran sus hijos. «Les quería con locura. Habíamos tenido tres niñas y luego vino el niño. Imagínate. La víspera de que le mataran pasó toda la tarde con él enseñándole a montar en bicicleta».

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