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'Los siete días de mayo', de John Frankenheimer

Fábula política, eficaz y precisa, es un ejemplo de cómo contar una historia con potencia narrativa y extraño magnetismo, fundamentado en un reparto descomunal y un uso magistral de la cuenta atrás de una conspiración

Guillermo Balbona

Jueves, 16 de junio 2016, 12:35

Parece elaborada con hormigón armado. La solidez de 'Siete días de mayo' reside en la consistencia de una atmósfera sin fisuras que genera una burbuja de realidad y ficción que atrapa con facilidad, más allá de la trama de la conspiración. El cineasta de 'El tren', John Frankenheimer, un todoterreno que alternó el cine y la televisión desde los años cincuenta, propone un enredo entre la fábula y el artefacto político. Su mezcla firme construye esta conjura en la que asoma la Guerra Fría, un enigmático general, la posibilidad de derrocar al presidente de EE UU, un golpe de estado y una cuenta atrás que convierte la pesadilla en una brillante sopa de poder y emoción. Entre el complot, la confabulación, la maquinación y la intriga, el cineasta se ampara en la complicidad de un reparto soberbio y una utilización intensa de lo físico.

El arranque de este sobrio retrato, a modo de incisiva y asfixiante intriga, revela esa extraña cercanía que transmite la textura del filme. Esa pelea de manifestantes antes las verjas de la Casa Blanca, cámara en mano, con guiños al documental y al cinema verité, perfila el trasfondo documental de esta historia que siempre explota su ecuación bajo sospecha. Un Frankenheimer que no sólo subraya sus dotes de narrador nato, sino que convierte los elementos de estilo y registros de Alfred Hitchcock en una influencia clara en las conversaciones y en las conductas, en la mezcla entre lo que sabe el espectador y esconde la ficción, y viceversa. Adaptación de una novela de Fletcher Knebel y Charles W. Bailey, el cineasta de 'El mensajero del miedo' agita el excelente guión, exprime las posibilidades de los diálogos y los decorados y logra tejer una sólida tela de araña entre la desazón de unos personajes que descubren sus frustraciones y un director en plena madurez que, pese a su larga carrera, firma hasta finales de los sesenta sucesivos títulos magistrales que culminan con su 'Plan diabólico'.

'Seven Days in May' (1963) muestra hoy su consistencia y fuerza y, por ende, su actualidad. Burt Lancaster y Kirk Douglas llevan sus respectivos personajes al límite en un intenso duelo formal e interpretativo. Frankenheimer con claridad expositiva, lucidez, sentido estético de la composición, impacto imaginativo pero sin sensacionalismo, nunca renunció a lo experimental. Un filme de rostros que subraya esa madeja donde se cruzan la perseverancia, el enigma, el poder conservador, la resignación y la incertidumbre. Lo que pervive es ese concepto de la pasión, nada amanerado, en el que brotan los subterfugios políticos, los subtextos del clima de una época, las fronteras morales y los golpes emocionales. Integrada en la época dorada de su director - en la que resaltan cuatro grandes títulos como los citados y 'El hombre de Alcatraz'- 'Siete días de mayo' posee un ritmo especial, creciente y contagioso, y una atmósfera inherente que empapa el desorden y el orden, la velocidad de los acontecimiento o la demora de los hallazgos, todo no muy lejos de la utilización inteligente de una distopía subliminal.

Frankenheimer suma sus dotes de contador a su experiencia militar, dado que desarrolló una carrera hasta convertirse en teniente de las Fuerzas Aéreas durante la Guerra de Corea. Quizás por ello el engranaje militar, el entramado ético, el juego de estrategia e incluso las implicaciones sutiles, fruto de una confrontación verbal, edifican una construcción social y humana con variantes tan personales y emocionales como ese intenso encuentro en una habitación entre Kirk Douglas y Ava Gardner. O las apariciones de los magistrales Edmond OBrien, en el papel de senador de confianza, y Fredric March, en el de presidente. Los autores del guión estaban familiarizados con el conflicto entre el Pentágono y la nueva administración del presidente John F. Kennedy, quien fue asesinado un año después de la publicación del libro. Los decorados austeros se realizaron en terrenos del estudio, imitando a los despachos auténticos del Pentágono, donde no se autorizó la filmación aunque Kennedy, que se trasladó unos días a su residencia particular, facilitó el trabajo de rodaje en los alrededores de la Casa Blanca. Siete días de mayo muestra esas fronteras inasibles entre la democracia, el populismo, el dogmatismo, la manipulación, y a la postre, el fascismo. La Constitución tiembla en la ficción de Frankenheimer, quien dibujó con maestría el clima histórico de la Guerra Fría. El director de Orgullo de estirpe colisiona drama y thriller y cocina un microcosmos que responde al espíritu de su tiempo y de su destacada, entonces, propuesta cinematográfica: esa compartida con Sidney Lumet, Robert Mulligan o Arthur Penn, todos provinientes de la televisión, y tendente a un lenguaje renovador que sudaba una visión crítica de la vida social americana. Denuncia maquillada de tono didáctico y algo discursivo, que conserva su intensidad y sentido crítico, es una de esas obras que inspira en silencio buena parte de las series televisivas políticas tan de moda. Frankenheimer se adentró en territorios poco sembrados e incómodos, sin dejar de mirar nunca al cine europeo, con una intensa caligrafía visual y sólida narración. Después vendría su decadencia.

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