La denuncia presentada por los padres de un alumno de 5 años de un colegio de Canet de Mar en la que reclaman la aplicación ... de la sentencia del Tribunal Superior de Cataluña -ratificada ahora por el Supremo- que hace un año estableció que el castellano se imparta en el 25% del horario escolar en esa comunidad ha dado lugar a una sucesión de mensajes y gestos amenazantes y excluyentes hacia esa familia. La providencia en la que el propio tribunal concede diez días al Govern para que apruebe medidas que garanticen el cumplimiento de las resoluciones judiciales y exige a la directora del centro que adopte las «necesarias para preservar la protección y la identidad del menor» establece la línea que ni responsables públicos, ni partidos, ni ciudadanos pueden atravesar. Lo ocurrido no es ajeno a las declaraciones del presidente de la Generalitat, Pere Aragonés, y del consejero de Educación, Josep Gonzàlez-Cambray, cuestionando el principio de legalidad y llamando a defender la inmersión lingüística en la calle.
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La presencia del castellano en los distintos ciclos de enseñanza no es solo un derecho judicialmente reconocido al que pueden apelar los padres que lo consideren oportuno. Es un bien cultural y educativo que resulta injusto sustraer a los menores de cualquier comunidad de la España de las autonomías, incluida Cataluña. La inmersión lingüística no es un absoluto unívoco e infalible ni siquiera para que los alumnos lleguen a dominar la lengua que se pretende primar. La conversión de la discrepancia con la resolución judicial en argumento para violentar la convivencia -lo que el consejero Gonzàlez-Cambray se ha permitido achacar al Tribunal Superior y al Supremo- mediante el acoso a una familia y la disuasión hacia todas las que preferirían que sus hijos crezcan en la escuela también en castellano representa un ataque a la dignidad de las personas afectadas, a la libertad de todos los ciudadanos y al discurrir normalizado de la vida en torno a la comunidad educativa. Un ataque que requiere de la actuación de la Fiscalía.
La ministra-portavoz, Isabel Rodríguez, redujo el caso a «un hecho puntual de acoso». Ojalá se quede en eso y la providencia del Tribunal Superior sea la última palabra. Pero es sabido que la presión excluyente tiende a sortear obligaciones legales y convenciones de buena vecindad para persistir en expulsar de la comunidad a quienes desean encontrar su propio hueco en ella.
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