Dicen que lo peor de las bodas es que siempre cae un idiota en cada mesa y que no hay quien se escabulla de pagar ... el peaje por mucho que trate de jugar a darle esquinazo al que le tocó en suerte. Con las fiestas sucede lo mismo. Que hay quien se cree con licencia de 007 y sale con intención de desparramarse y pasarle por encima al lucero del alba.
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Creo sinceramente que esta ceremonia de los pinchazos a las mujeres pasa de castaño oscuro y que hay que cortarla de raíz a riesgo de que acabe convirtiéndose en una pandemia que arruine nuestras fiestas y celebraciones lúdicas. Y no tanto por los efectos médicos, sino por estar atemorizando al eslabón más débil que en este caso son mayoritariamente las mujeres jóvenes.
La policía sospecha que hay un ejército de tarados, esbaratabailes y pichacortas que han convertido los alfilerazos en un rito macabro de iniciación en la cuadrilla, banda o hatajo de membrillos. Armados como avispas, los agresores tratan de pasar desapercibidos, mezclándose entre el gentío, para perpetrar sus aguijonazos y obtener el reconocimiento del grupo a cuenta de amedrentar al personal femenino.
Además, estos zurcefrenillos triunfan en medios y redes sociales donde han convertido la desgraciada gracieta del picotazo en una gigantesca serpiente de verano. Así, el eco de sus tropelías se ha extendido exponencialmente, otorgándoles notoriedad, poder y anonimato a la vez por sus hazañas. Para qué les vamos a contar. No hay mayor placer para estos impotentes funcionales que mostrar su obra al mundo en forma de pánico generalizado. Son sin duda reinas por un día en su imaginario planeta de la estupidez.
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Estos sucedidos me han hecho recordar cuando antaño nos retábamos entre amigos para ver quién tenía el coraje de sacar a bailar a aquella rubia inalcanzable o a tal o cual moza que se dejaba caer por la verbena del barrio. Los desastres que acaecían eran descomunales y siempre iban acompañados por el eco de las risotadas de aquellos mal llamados amigos.
Las más de las veces las muchachas te rechazaban sin apenas una palabra, más allá de un cabeceo denegatorio -derecha, izquierda, derecha- que hundía en la miseria tu autoestima en décimas de segundo, mientras sonaban al fondo los compases de la orquesta en la verbena, como si te encontraras en la cubierta del Titanic segundos antes del naufragio.
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Debe quedar absolutamente claro que trivializar los pinchazos es ponerse del lado del agresor
En ocasiones, y sin tú esperarlo, como si se tratara de un milagro inusitado, aquella chica que te gustaba respondía que sí y comenzaban a temblar tus canillas como si fueras una hoja, porque además no eras un Fred Astaire que digamos, ni mucho menos. Y le pisabas el pie con tus primeros pasos y te trompicabas desmadejado tratando de no estropearlo todo con tu torpeza.
Los segundos, pese a los balbuceos iniciales, se convertían en horas y el momento merecía la pena porque tu inocencia hacía que el tiempo se detuviera con ella entre tus brazos, y te permitía oler su perfume y poder contar una a una las pecas de sus mejillas durante aquel pasodoble interminable.
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Hoy, sensiblerías las justas, parecen proliferar pitofloros que salen a pinchar tías en modo dominatrix para hacerse los machitos con su grupo de iniciación y poder doctorarse en gansadas, acreditando su hombría a punta de aguja. Incluso los hay que se retan en las redes sociales y salen de caza con el alfiler hurtado del costurero de sus madres, dispuestos a atemorizar a las chicas que tienen la desgracia de cruzarse en su camino.
En ningún caso hay que echar en saco roto la alarma y las dimensiones que este nuevo fenómeno de agresión está alcanzando en nuestros días. Si bien hay quien minusvalora los pinchazos reduciéndolos a chiquilladas y bromas de mal gusto, creo que no debemos desdeñar los efectos demoledores que producen no sólo en el colectivo afectado, sino en toda la sociedad.
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A este respecto, hay que recordar que llueve sobre mojado, porque alrededor de estos descerebrados se parapetan quienes, lejos de bromear, sólo juegan a grande y le dan a la burundanga y productos similares para poder someter químicamente a sus víctimas y violarlas eludiendo toda resistencia. Estos últimos pueden estar haciendo el agosto en esta marejada auspiciada por el tropel de graciosos que les hace el caldo gordo con sus alfileres.
Debe quedar perfectamente claro que trivializar los pinchazos y acusar de hipersensibilidad y de alarmismo a las chicas que acuden abrumadas a la policía o al hospital es directamente ponerse del lado del agresor. Y no está el horno para bollos.
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Creo que gozamos de una gran oportunidad para mostrar que tenemos muy claro lo que es tolerable y lo que en ningún caso podemos admitir que ocurra a nuestro alrededor, en nuestras calles. Se trata de una responsabilidad compartida la de cuidar de nuestro entorno, de nuestra familia, de nuestra gente, para que nadie arruine lo que debe ser esta ansiada celebración de las fiestas de Vitoria tras tres años de ayuno y abstinencia. Que así sea.
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