Encuentro en la txabola de Remiro, el pastor de los quesos perdidos
Desde hace 20 años Mikel Bustinza y Ricardo Remiro intercambian besugos por queso y mantienen viva la llama de una amistad trabada por la pasión por la Naturaleza
Antes de que se ponga el sol de invierno, el pastor navarro Ricardo Remiro Aguirre (51) hace un gesto a Mikel Bustinza Gurtubay (63) y ambos salen a pasear entre el frío de los pastos de las Améscoas navarras. Remiro lleva al patrón de Horma Ondo hasta el paraje de Andazarri, «mi sitio; el lugar más maravilloso que conozco». Ambos se sientan sobre unas piedras y permanecen allí, en silencio, confundidos con la Naturaleza mientras en los prados, las níveas ovejas de apretados vellones, pastan monotonía. Entre el metálico tañir de los cencerros se escucha el rumor de la fuente cercana. «Me gusta sentarme aquí, apoyado en mi palo de avellano. Pienso muchas cosas; a mí me gusta pensar», reflexiona el ovejero.
Estamos a 300 metros de la borda de los Remiro, una txabola con 200 años de vida donde esta familia de Eulate convive con su rebaño en una comunión perfecta. «Las ovejas suben el 17 de abril a estos pastos y bajan hacia Nochebuena. Nosotros las pastoreamos durante esos meses», explica Cristina Ruiz de Larramendi, la esposa. «Somos duros. Nos gusta estar con ellas; es la manera de que se alimenten bien, de que coman la primera flor de la tierra, la primera punta de los pastos», nos alecciona el rubicundo pastor.

«El queso artesano ha cambiado un montón, ahora hay demasiada igualdad. Muchos quesos Idiazabal saben iguales porque la elaboración se ha homogeneizado. El queso artesano se ha vuelto industrial, no tiene personalidad», se lamenta Remiro mientras observa a sus ovejas, sanas, poderosas. «Son latxas de cara negra. Tipo ulzamesa, que se encuentra en peligro de extinción. Tienen cuernos, una rareza. Son muy esquivas, pero dan una leche muy delicada», señala Remiro, ganador en tres ocasiones del concurso de Ordizia (2008, 2011 y 2013) y Mejor Queso de Oveja Maduro 2017 de Alimentos de España.
Su fama es tal que, decenas de aficionados al buen queso se acercan hasta la quesería de Eulate para conseguir alguna pieza. Tiene toda la producción apalabrada. Mikel Bustinza, con quien ha forjado ese tipo de amistad que sólo surge entre camaradas, se aprovisiona de estos tesoros de leche y humo de haya cuatro o cinco veces por año. «¿Cuántos vas a llevar»?, le pregunta Remiro. «Mira a ver si me puedes dar 20. Con este queso nunca fallo».
Esta vez, Bustinza se ha presentado en Eulate con tres hermosos besugos de Urbare, media docena de salmonetes recién capturados por los hombres del pesquero Tattaio, de Lekeitio, y unas botellas de Biga de Luberri, txakoli y champán Jacques Lassaigne para el almuerzo. La pesca queda para la familia, como un trueque. Cristina ha aviado una confortadora sopa de fideos y ha guisado de buena mañana un hermoso pollo de corral. Los dos amigos salen de nuevo fuera, a asar las chuletillas de un cordero de año, una delicia inencontrable. De postre, cuajadas con la leche que la familia ordeñó en julio, el mejor mes para estas industrias del cuajo natural.

«Eso es el estajo, la zona de ordeño; hasta hace siete años ordeñábamos a mano. Con una caldera y una banqueta de haya, la mía, la misma que me dieron con diez años», se emociona el pastor.
«Y esa es la cala, el corral. Tiene más de dos siglos. Fíjese en las vigas», explica Cristina Ruiz de Larramendi. Una vieja herradura incrustada entre los sillares servía para atar las caballerías de su bisabuelo Aniceto.
Sentado junto al fuego, Nicolás Remiro (80), ganador del certamen de Ordizia en 1989, nos habla de las majadas, las zonas de pasto por donde se mueven las ovejas, de cómo el viento influye en sus querencias, de la manera en que buscan resguardo entre los enebros, 'giniebros' y hayas cuando sopla el cierzo, de la yerba maldaburu que las hace abortar y de la «gusarapa», parásito que se les aloja en el hígado cuando beben en las aguas retenidas de la aguantía. «Con 27 años subí aquí por vez primera», explica Nicolás. Vemos la pila centenaria donde se aseaba, un espejo, las tijeras con las que se recortaba el pelo en los meses que pasaba aislado aquí arriba, y la alcoba donde descansaba. «Gente tuna, poca sopa», recita el refrán Nicolás Remiro cuando la nuera le acerca el plato humeante.

«El otro día subió también el cocinero Josean Alija. Le pregunté cómo trufar un queso. Me ha dado motivos para hacerlo; me ha encendido una luz, hasta lloré», dice el pastor echando un vistazo a sus perros: La Nori, que vino de León en un envío de MRW, y las dos pastoras vascas: la Argi y la Concha. «En esta familia siempre habrá una Concha», susurra intrigando al forastero. Antes, los Remiro eran trashumantes; en temporada marchaban con el ganado hasta el caserío Araeta, en Lasarte. La casona es propiedad de la familia Zabaleta: Xabier, hermano de Aitor, asesinado por un neonazi del Frente Atlético, es cocinero. Y, Remiro, que nació allí y jugó de portero, no olvida su pasión cada vez que jalea a Concha entre las campas. «La madre, Rosita, murió de leucemia cuando yo tenía 24 años. Le dije a mi padre que, si me dejaba, yo seguiría su oficio. 'Esto es muy duro, piénsatelo'. Antes se decía que el que no valía para otra cosa se quedaba de pastor. Pero a mí el oficio me ha llamado siempre, lo hago por amor, no tengo horas. Y me complico la vida. Ahora vamos a hacer mantequilla muy blanca con las leches de abril».

«Habrá que probarla», le sonríe Bustinza. «Somos como familia. Remiro te da la vida, te da lo que es. Son honestos, sencillos, parcos, pero tan sinceros y auténticos como se muestran en el trabajo que hacen», concede. «Al año me da 60 o 70 quesos. Nunca me falla, pese a la enorme demanda que tiene. Si quieres tener lo mejor en tu restaurante, hay que salir a buscarlo y escuchar a los que saben», dice untando un poco de gaztambera (crema de queso con orujo), elaborada «con la misma receta que hacía la madre, que la colgaba de un haya dentro de un saco nuevo», explica echando un vistazo a la aplicación del móvil que le indica, por GPS, la posición del rebaño. El padre refunfuña.
Y uno sueña con regresar en primavera a este Monte de las Limitaciones, en Urbasa, donde sólo pastan rebaños de los vecinos de las Améscoas, para ver los prados reventando de flores y brotes tiernos. Y charlar de nuevo con Remiro y oírle tararear a lo lejos algún aria de Verdi...
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