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Un lomo de anchoa en salazón de tamaño XL viene a pesar unos 6 gramos. Hace año y medio esa pieza rojiza y carnosa que extraemos de la lata transformada en un manjar por la acción del tiempo, la salmuera y el trabajo delicado de un montón de manos femeninas, era aún una brillante y plateada pieza de pescado recién embarcada con el salabardo en la cubierta de un pesquero artesanal del Cantábrico.
Visitamos hoy la conservera de Mª Asun Velar, en Castro Urdiales, para seguirle el rastro a la princesa del Norte en su viaje para convertirse en la semiconserva más valorada del mundo. «¿El sabor de una buena anchoa no le recuerda al gusto del Jabugo? Quien prueba una pieza excelente siempre repite», nos alecciona Patricia Tobías Velar (41), gerente e hija de la fundadora, enfundada en su uniforme de trabajo y calzada con botas de marinero de gruesas suelas. Patricia y las fileteadoras no tienen un segundo de descanso. La demanda veraniega de sus anchoas artesanas se ha disparado. Y Patricia arrima el hombro en cualquier fase del proceso.
Patricia Tobías será nuestra guía para entender el milagro que transforma un pescado diminuto y sutil en una pieza sofisticada, compleja, cargada de matices y aromas marinos, salinos. Con un bouquet salvaje y característico, primitivo, que nos conecta con nuestros ancestros cartagineses, con las leyendas de las piscinas de salazón mediterráneas, el tráfico de ánforas de gárum en las cóncavas naves y los emigrantes italianos, sicilianos, que pusieron sus ojos en el Cantábrico y nos enseñaron a salar las anchoas frescas.
«Mire, la anchoa más rica es la de abril y mayo, la anchoa de primavera. Tiene muy poca grasa. Y eso es bueno. Cuanto más grasa tiene una anchoa, mayor cuidado hay que tener al trabajarla porque esa grasa se enrancia. A nosotros nos gustan de unos 30 granos (unidades) por kilo. (Es decir, piezas de unos 33 gramos). Entre 28 y 32 granos por kilo es el tamaño ideal para las conserveras», señala Patricia Tobías en la sala donde las fileteadoras y sobadoras se afanan en preparar octavillos y panderetas de anchoas.
Anchoas de primavera, recién capturadas en el Cantábrico, evisceradas y sin cabeza, dispuestas con sal de Torrevieja en los bidones donde se afinarán más de un año.
Tras haber pasado como mínimo un año en un bidón (sobre el que se coloca un peso, la prensa de 100 kilos) con sal de Torrevieja, las anchoas son lavadas para eliminar la sal y, una a una, son repasadas para quitarles la cola y recortar la zona del vientre. Fotos: Jordi Alemany
Tras haber sido limpiadas (en el proceso se emplea una red de pesca, un paño, a modo de lija para despojar a la anchoa de su piel, la plata), las anchoas son dispuestas en cubetas que se pasan por el agua mientras la fileteadora hace movimientos precisos de limpieza Luego se secan en paños de celulosa.
Cada lomo de anchoa es sometido a una meticulosa retirada de espinas y posibles restos. Luego, con los dedos (generalmente el pulgar), se aplana cada lomo (se soba) y se va colocando en perfecto orden en el octavillo o en la pandereta.
Cada anchoa es untada en aceite de girasol y luego dispuesta en la semiconserva. Se emplea girasol porque es una grasa más neutra y menos potente que el aceite oliva, que enmascara los aromas marinos de la princesa azul del Cantábrico.
AUX STEP FOR JS
Velar compra exclusivamente anchoas del Cantábrico (bocarte, boquerón o bokarta, como la llamamos en fresco por aquí) durante la costera (una rareza). En lonjas y rulas de toda la cornisa cantábrica sus proveedores pujan por los mejores lotes. «A veces pagas más caro, ya sabe, quien compra primero, compra dos veces. Pero es el único modo de asegurarnos la calidad». En esos meses de primavera descargan en este pabellón del polígono industrial La Tejera, cajas y cajas de plateadas representantes del género 'Engraulis encrasicolus'.
Una vez aquí se cubren de sal «en cajas o tinas». Después, manos hábiles les arrancan la cabeza y las tripas con un hábil tirón junto a un giro preciso de la mano. Una a una. Se colocan en barriles, en forma de corona, siempre con la parte de la cabeza hacia fuera y se van haciendo capas de sal (que llega de las salinas de Torrevieja) y capas de anchoa. Luego, se les coloca encima la prensa, un peso de un centenar de kilos que comprime el pescado. Cada barril pasa un año en condiciones de temperatura y humedad controladas. «Cuidamos mucho este proceso porque es fundamental para la calidad de la anchoa», nos dice Patricia.
«Luego van a cámaras para su conservación. Nosotros trabajamos salazón de 18 meses», precisa. El tiempo es un plus siempre en gastronomía, el mejor ingrediente para hacer bien estas semiconservas.
En esos meses de quietud y silencio se produce el milagro de las anchoas. El divulgador Harold MacGee lo explica así: «las enzimas del músculo, la piel y las células sanguíneas así como las bacterias, generan muchos componentes con sabor. Y su concentración, junto con la cálida temperatura de curación, favorece las primeras fases de las reacciones de pardeamiento, que generan otra gama de moléculas aromáticas», escribe. El resultado, no hay duda, «es un sabor notablemente completo, que incluye notas afrutadas, grasas, de fritura, de pepino, dulces, de mantequilla, carnosas, de palomitas de maíz, de setas y de malta. Esta complejidad concentrada, junto con la manera en que la carne curada se desintegra en el plato, ha inspirado a los cocineros desde el siglo XVI a usar a anchoas para realzar el sabor de salsas y otros platos». Y para comerlas solas, añadimos de inmediato. ¡O formando parte de una verde gilda, o con queso fresco y buen bonito en aquellos añorados bocadillos que preparaban en el vitoriano Felipe, pardiez! (Aún nos quedan por estas latitudes la Taberna Indautxu y el Basaras; tomen nota, 'brodels').
«En nuestro día a día sacamos la pesca de los barriles, la lavamos un poco para quitar el exceso de sal y, después, la sobamos con redes para quitarles la piel. De seguido las recortamos y lavamos con cuidado para darles el punto de sal deseado. Una vez lavadas, las escurrimos en cestos, las enrollamos en trapos para quitarles el exceso de agua. Ya secas –explica Patricia– pasan a manos de las mujeres para su fileteado. Se separa la anchoa en sus dos lomos, quitamos la espina central y las espinas de los lomos, así como las impurezas que pueda haber. Se trata de dejar un lomo limpio, bonito y apetitoso que luego metemos en latas», resume.
En esta conservera se comercializan tres clases de anchoas dependiendo del tamaño: M, L y XL, medidas más actuales que el complicado sistema tradicional. La semiconserva se presenta en latas llamadas octavillos (una medida única, tal vez recuerden que hace años había que abrirlas con una llave metálica que se pasaba por una lengüeta) y en panderetas.
Una pandereta de dos capas de anchoas en aceite de girasol con 28 filetes de tamaño L se vende en su web a 22 €. Una tarrina de XLs con 34 filetes, a 35,50 €. De acuerdo, en los lineales las encontrarán más baratas, pero, en su totalidad, son anchoas pescadas y preparadas fuera de nuestro país (Marruecos, China). «Reivindicamos una Indicación Geográfica Protegida para la anchoa», pide Patricia. Las latas no tienen obligación de incluir ni el origen de la pesca ni el lugar de elaboración. Una lástima que perpetua la confusión.
Flory Fernández (vizcaína de 58 años) lleva 22 en el oficio y ha pasado por todas las fases del aprendizaje: lo primero que hacen las novatas es descabezar, luego, empacar en barril, más adelante ya trabajan quitando «la sal y la plata» a las anchoas, que eso es sobar, bajo la supervisión de una encargada. «No es el mejor trabajo del mundo, pero cuando ves una lata bien completada, con ese brillo , todo limpio, sientes un orgullo tremendo», se ufana.
Esta conservera castreña (en el País Vasco y Cantabria lo de preparar anchoas en salazón en casa está –o estaba– tan arraigado como embotar tomate, pimientos o bonito) tiene historia. Los Velar vienen de familia de pescaderos. La madre, Mari Asun, marchó a Madrid con 18 años y abrió una pescadería en la Avenida de Manzanares. De «las latillas» del «cubo» que hacían para casa regalaba algunas a sus mejores clientes. «Gustaban tanto, que empezó a hacerlas, como complemento. Aquellas anchoas eran un mundo desconocido en Madrid», recuerda Patricia.
«Una Navidad ayudé a mi madre a cerrar unas latas. No me desagradó, me pareció un oficio interesante. Y aquí me quedé», sonríe. «En Italia, la anchoa es una tradición. Seguimos siendo una empresa artesana. Cerramos y lavamos las latas una a una, montamos los estuches a mano. Es artesanía», presume. «Nosotras mimamos la anchoa».
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Martin Ruiz Egaña y Javier Bienzobas (gráficos)
David S. Olabarri y Lidia Carvajal
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