Barquillero, ilustración de 1899 para la revista Blanco y Negro. Wikimedia Commons CC PD.
Historias de tripasais

Aquellos barquilleros de Bilbao

Hace un siglo las calles de la capital vizcaína estaban repletas de vendedores ambulantes de barquillos, casi siempre niños de origen cántabro

Jueves, 31 de agosto 2023, 17:55

Hace tiempo encontré en el primer número de la revista donostiarra Novedades (junio de 1909) un artículo sobre la venta ambulante de barquillos en Bilbao. ... Escrito por «un chimbo», pseudónimo del txirene escritor Emiliano de Arriaga, el texto comienza diciendo que «eran todos los que en el antiguo Bilbao ejercían tan afamada industria hijos de la vecina provincia de Santander». El neto cantabrismo de los barquilleros bilbaínos me dejó sorprendida hasta que descubrí la existencia del Museo del Barquillero de Santillana del Mar (Cantabria), localidad en la que la elaboración de estos dulces es un oficio tradicional y de la que fueron oriundas muchas personas que se dedicaron a su venta y fabricación en distintos lugares de España. Tanto es así que antes de que los barquillos recibieran ese nombre y cuando aún se llamaban «suplicaciones» (en el siglo XVI y XVII) los cántabros ya eran conocidos por ser consumados maestros en el arte de la aloja, una bebida hecha con miel, agua y especias que siempre se acompañaba de este delicado y crujiente bocado.

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En el museo de Santillana, entre las antiguas herramientas que usaban estos vendedores ambulantes, hay varias barquilleras con los colores del Athletic, propiedad sin duda de esos vendedores que vocearon sus crujientes dulces por las calles del Botxo. La barquillería solía ser un oficio familiar dentro del cual los niños o adolescentes se encargaban generalmente del despacho del producto, siempre con la barquillera al hombro. Este bombo metálico contenía los dulces y llevaba en su parte superior una ruleta con la que se llevaba a cabo un juego mediante el cual el comprador podía ganar más barquillos por el mismo precio o bien perderlos todos.

En 1909 y como cuenta Arriaga en su artículo, las barquilleras aún eran de madera de pino «muy seboso y muy lustroso al exterior, por efecto del constante manoseo de chiquillos». En el centro del cierre tenían grabado un círculo dividido en cuatro sectores con dos rayas en cruz, en cuyo eje había un pitorro saliente. «En el bolsillo o más comúnmente en el kolko del juvenil barquillero iba una tableta estrecha con la cruz de San Andrés en sus extremos y en el medio un orificio, el cual adaptándose al pitón superior permitía que girase al impulso dado con el índice de la diestra mano». Si la tableta se paraba en los sectores vacíos del círculo el jugador perdía lo que hubiera apostado sin opción a barquillo alguno, pero si se quedaba parada sobre alguna de las rayas del cuadrante (marcadas con las cifras 10, 20, 40 y 40), tenía derecho a recibir tantos barquillos como el número de la raya lo indicase. Así pues, la de barquillero era una profesión a medio camino entre la pastelería y las casas de apuestas, con días buenos en los que se ganaba dinero y días malos en los que la suerte determinaba que por cuatro perras el cliente se llevara decenas de barquillos.

Según Arriaga, el barquillero típico bilbaíno era un pobre «ser trashumante y desgraciado a quien explota el amo (también santanderino) que le da de comer cuatro alubias tísicas por el servicio de pasear en el Arenal los barquillos, fabricados con un poco de harina ordinaria y otras ingredientes no mucho más finos… Tan arrastrada es la vida de estos infelices que para ponderar el horror hacia un empleo trabajoso y mal retribuido suele decirse: ¡prefiero ser barquillero!». Por aquel entonces se empezaron a imponer los cilindros de hojalata a las barquilleras de madera y también fueron siendo sustituidos los infantiles barquilleros por hombres o mujeres adultos. Lo que no cambió fue la afición de los bilbaínos por los barquillos ni las coloridas inscripciones de los recipientes-ruletas: «Viva mi dueño» y «viva el placer».

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