La pasión por aliviar el dolor de la mente
Pionera en una saga de psiquiatras
Nieta de psiquiatra, hija de psiquiatra, hermana de psiquiatra... que Ana González- Pinto se dedique a la Psiquiatría parece una perogrullada. Pero no. En su familia la veían más de enfermera. O de ingeniera. Venció reservas y clichés y hoy es una de las profesionales más reputadas de Euskadi. En la actualidad es jefa en funciones del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Araba, presidenta de la Fundación Española de Psiquiatría y Salud Mental y el pasado marzo obtuvo la cátedra de Psiquiatría en la UPV tras una larga trayectoria investigadora, con más de 600 artículos publicados.
Hoy, como cada día, el despertador habrá sonado justo cuando la pantalla marca las 5.55 horas. Ella no es de las que remolonean, de las que abren un ojo y piden cinco minutos más de prórroga entre las sábanas. Con el primerísimo café del día, mientras el mundo todavía no se ha puesto en marcha, saca 20 minutos para hacer lo que más le apasiona. ¿Yoga? ¿Entregarse a la procrastinación? Qué va. Revisa bases de datos médicos, lee 'papers' con los últimos avances, de cualquier rama, de la medicina. Esta es una muestra de la pasión, rayana en la pura devoción, que Ana González Pinto, una de las psiquiatras más prestigiosas de Euskadi y la primera catedrática de su especialidad en la UPV, siente por su oficio, el de aliviar el dolor de los demás. «Después de tantos años tengo la grandísima suerte de que la medicina me sigue entusiasmando». En ella, esto no suena hueco. Conserva intacta, fresca, su vocación. Si esa entrega suya se pudiera embotellar, qué bien nos vendría a todos darle un buen lingotazo.
Fue una de esas tardes que pasaba en casa de los abuelos. Tenía cuatro años y, como últimamente venía rumiando, algo no le terminaba de encajar. La abuela, las tías, las primas estaban en una zona de la casa y el abuelo Rodrigo en otra, muy distinta, en su despacho. Solo un pasillo, un zaguán, separaban las estancias que, para ella, parecían estar a kilómetros de distancia. Claro, a Ana, a la pequeña Ana, le interesaba infinitamente más lo que se cocía allí, donde el abuelo, entre libros, más que en ese saloncito donde estaban las mujeres. «Yo veía que él hacía una vida diferente, había gente en una sala de espera, que entraban de una manera, salían de otra. A mí aquello me producía una curiosidad inmensa». Así que un día se escondió bajo la mesa del despacho del abuelo, el primer profesor de Psiquiatría del País Vasco, se hizo un ovillo y se esmeró muchísimo en no hacer ni un solo ruido, no mover ni un solo músculo, lo justo para respirar a poquitos. Pero el abuelo, claro, no tardó en reparar en que la niña se había escamoteado bajo el buró. Ella, tan pequeña, salió airosa de esa escena, tan inocente, tan entrañable. «¿Qué haces ahí?», le preguntó el doctor González-Pinto. «Es que quiero ser médico», le respondió la pequeña, que un día sería la doctora González Pinto.
«Me di cuenta de que quería ser médico con cuatro años en el despacho de mi abuelo, su trabajo me producía una curiosidad inmensa»
La revelación
«En aquella época no era tan habitual que una niña, y más siendo tan pequeña, dijese que quería ser médico. Lo primero que me contestaron en mi familia fue que, bueno, que quizás médico no, que sería enfermera». Pero Ana siguió en sus trece. «Yo quería ser como mi abuelo y como mi padre (también psiquiatra). No entendía, ni me cuestionaba que pudiera ser de otro modo», reconoce la doctora, catedrática de Psiquiatría de la UPV y jefa en funciones de la especialidad en el Hospital Universitario Araba, en Vitoria.
No era una cría corriente. Era una estudiante brillante, un hacha en matemáticas, fascinada por la biología, por entender cómo se producía la savia bruta, la savia elaborada, cómo se desencadenaba la fotosíntesis y, por supuesto, ya entonces empezaba a asombrarle el funcionamiento de esa máquina tan perfectamente imperfecta que es el cuerpo humano. Llegó a COU y todos esos test de aptitud, de orientación universitaria, le guiaban hacia una ingeniería. Pero no. Ella lo tenía claro: Me-di-ci-na. «Pensaba que a mi padre le haría ilusión, pero me respondió que era una carrera muy dura para una mujer, que tendría después muchos problemas para compatibilizar mi vida… Hay que entender que estamos hablando de una época muy distinta, en plena Transición», recuerda.
«Marcharme a Pamplona a estudiar fue importante para mí. Aprendí muchas cosas, pero sobre todo a vivir sola»
Ir a la universidad para ser libre
«Yo soy una persona que siempre que cojo un camino sigo adelante, hay una especie de fuerza en mí que siempre, siempre, me hace seguir adelante». Lo tomó. Se graduó. Y quedó fascinada por su profesión, incluso con esos asuntos tediosos. Se embobaba entre pruebas, analíticas y electrocardiogramas, entre todas esas líneas, entre todos esos picos y esos valles, que como perfiles orográficos trazan la silueta de una vida. «Pero lo que más me impresionó fue entrar por primera vez en contacto con el sufrimiento humano, esa sensación... Después, aprender a aliviarlo es algo importantísimo».
-Ustedes, los médicos, bajo la bata tienen la piel muy curtida. ¿En qué momento dejó de afectarle ese sufrimiento ajeno?
-Más que dejarme de afectar, creo que cambia la intensidad con la que te afecta. Si mantuvieras la forma de sentir el dolor de tus pacientes que tienes al principio no sería bueno. Ahora sientes, eres perfectamente consciente del sufrimiento de tu paciente y de algún modo lo sientes con él, pero inmediatamente lo que buscas es qué hacer para que esa persona pueda salir adelante. Y esto nos pasa en salud mental y en cualquier otro campo.
«Trabajar en el hospital Santiago ha sido una de las decisiones más importantes de mi vida. Jamás me he arrepentido, jamás he dudado»
En Vitoria
La doctora González Pinto empezó a trabajar después de ver en las páginas de EL CORREO que se precisaban psiquiatras en el centro de salud mental de Durango. Meses más tarde fue Miguel Gutiérrez, otra gran figura de la psiquiatría alavesa, quien le ofreció una plaza en el hospital Santiago de la capital vasca. Era diciembre de 1988 y desde entonces allí sigue. Hoy tiene el servicio a su cargo, en funciones, acaba de obtener la cátedra de su especialidad en la UPV después de una larguísima carrera académica, con cientos de publicaciones especializadas, ha sorteado prejuicios y clichés y ha roto techos de cristal, más que a martillazos, con el sutilísimo cincel de la diplomacia.
Su gran legado fue contribuir a crear un pionero programa contra el suicidio en el País Vasco, una estrategia referente en toda la sanidad española. Al preguntarle si es consciente de a cuantísima gente le ha salvado la vida, ella se encoge de hombros. «No es mérito mío, fue un trabajo en equipo, de un grupo de personas muy vocacionales, extraordinarias, que fueron las que, en realidad, lo pusieron en marcha y que, estoy convencida, han ayudado a aliviar el sufrimiento de muchas personas», atina a decir.
-Si ahora mismo pudiera hacerse un hueco bajo la mesa del despacho de su abuelo, si la doctora pudiera hablar con aquella Ana de cuatro años, ¿qué le diría?
-Que me encanta que se haya metido allí debajo a observar.
«Hay que acabar con el estigma de la enfermedad mental»
Los efectos de la pandemia en la salud mental es uno de los asuntos que más preocupa a los expertos. En lo más inmediato, la doctora González Pinto cree que el reto fundamental que se avecina pasa por la prevención. «Hay que actuar en las escuelas y también dar claves de control de ansiedad para evitar enfermedades a la población adulta», destaca, al tiempo que se muestra convencida de que es preciso prestar una «atención rápida e intensiva a las enfermedades graves». «Eso exige acabar con el estigma para que se acuda a tratamiento», abunda. Y, visto lo visto, todavía queda camino por recorrer. ¿Qué sintió la doctora con aquel rebuzno del 'Vete al médico' que se escuchó en el Congreso cuando se debatía sobre las políticas de salud mental? «Aquello fue la muestra de que todavía quedan algunos 'tics', como pasa con el machismo».