Tras un año de pandemia la situación de la cultura en el País Vasco es ciertamente desoladora. Porque ya no es solo que la oferta ... siga limitada y condicionada por las restricciones en la movilidad y en los aforos, sino que además la propia estructura económica y laboral del sector está hecha unos zorros. Naturalmente la única esperanza de salvación no es otra que la pronta recuperación de la normalidad y de una plena demanda, ya que la respuesta política frente a la crisis del sector ha sido y sigue siendo muy deficiente. Véanse como simples botones de muestra los titubeos gubernativos a la hora de entender la importancia económica de la cultura, su falta de consideración institucional como bien o actividad esencial, la escasa dotación de un fondo extraordinario para paliar los efectos de la pandemia, el exiguo acceso al anterior por parte de los trabajadores de la cultura, la negativa foral del aplazamiento fiscal por el covid a las asociaciones culturales y la inmutabilidad de una filosofía presupuestaria del Gobierno vasco que sigue primando en medio de la pandemia y en el ámbito cultural a EiTB y a la política lingüística o que solo concede al patrimonio y a la difusión cultural un irrisorio 0,5% sobre el total de los 12.442 millones de euros en su presupuesto.
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Seguramente se podrá argumentar que la grave crisis en la que estamos instalados afecta a todos los sectores por igual, aunque a ello debe oponerse no solo la importancia de la cultura en términos sociales y económicos, sino también lo inequitativo de un tratamiento de apoyo y rescate durante la pandemia que ha tenido muy escasa cuantía presupuestaria y que encima ha sido de ámbito más bien general y casi siempre transversal. De momento sigue pendiente en esta legislatura la tramitación de un Estatuto del Artista y de una nueva ley de mecenazgo, dos temas capitales en estos tiempos de zozobra. Pero mucho más pendiente está una nueva consideración política en el País Vasco, sí, que permita a la cultura abandonar su condición de cenicienta y su carácter instrumental para la ideologización política.
Ópera
Modelo muy transitorio
El cierre y las limitaciones en la mayoría de los coliseos operísticos europeos han impulsado en los últimos meses un enorme esfuerzo de producción y difusión lírica por 'streaming'. En muchos casos se ha tratado de estrenos a puerta cerrada, como es el 'Lohengrin' dirigido en diciembre por Calixto Bieito e interpretado por Roberto Alagna en la Staatsoper de Berlín y el del 18 de febrero en la Ópera de París, con una 'Aida' interpretada por Sondra Radvanovsky y Jonas Kaufmann. Producciones ciertamente costosas que han sido retransmitidas de forma gratuita y en directo, cuya amplísima difusión y audiencia seguramente nada tiene que ver con su sostenibilidad financiera. Esto último induce a pensar que esta eclosión de estrenos a puerta cerrada y por 'streaming' es accidental, dado que ni sus números van a aguantar de forma permanente, ni tampoco su espectáculo puede compararse a la ópera presencial. Ni siquiera introduciendo efectos y sonidos en las retransmisiones a puerta cerrada para recrear artíficialmente la presencia de público, tal y como ha hecho la Ópera de Múnich.
Cultura pública
El maná de los fondos
Los dineros de la cultura pública en España también van a tener una manifiesta dependencia de ese maná que son los fondos europeos. Piénsese que el presupuesto del Ministerio de Cultura incorpora 200 millones procedentes de esos fondos, vinculados a proyectos concretos y hasta condicionados a la realización de reformas. Entre los presentados por Cultura están el proyecto Campus del Museo del Prado para la formación digital, con 4,6 millones, y el de la modernización de las salas de cine con 41. Por supuesto, las autonomías también aspiran a su 'tajada'. Véase la ampliación del Guggenheim, que opta a 81 millones. Ya digo que la asignación de estos fondos está sujeta imperiosamente a la ejecución de reformas estructurales, algo de lo que va a ser difícil convencer a Pablo Iglesias. Pero, si no hay reformas, no habrá fondos.
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