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Marisa González, rodeada de objetos y fotos de la central nuclear de Lemoiz en su estudio de Madrid. José Ramón Ladra

«Me dejaron entrar a la central nuclear de Lemoiz y me llevé un camión lleno de objetos»

La bilbaína Marisa González, pionera del uso de las tecnologías en la creación artística y premio Velázquez 2023, expondrá en Azkuna Zentroa desde el día 29 una retrospectiva sobre sus cinco décadas de trayectoria

Lunes, 20 de octubre 2025

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Solo hay una cosa en Marisa González (Bilbao, 1943) que desvela los 82 años que tiene, y es esa capacidad de contar historias tremendas que a las generaciones posteriores les suenan casi a realismo mágico. A los 16 años perdió a su madre por un cáncer y su padre decidió sacarla del colegio de monjas para que ayudara en casa y se hiciera cargo de sus dos hermanos pequeños. «Llevé a uno de ellos a la academia de refuerzo y su profesor me preguntó qué hacía yo allí. Le contesté que mi madre había muerto y que mi padre estaba en el club taurino echando la partida. Me dijo que yo no tenía que hacer eso, que debía dedicarme a cursar una carrera y que no sacrificara mi vida. Me hizo prometerle que seguiría estudiando, como quería mi madre. No recuerdo su nombre y habrá fallecido ya, pero sé que fue al concurso de 'Un millón para el mejor'. Le hice caso y hoy puedo decir que estoy donde estoy gracias a él».

Y donde está es a las puertas de presentar una retrospectiva en Azkuna Zentroa –se abre el día 29– después de su paso por el Reina Sofía (en cuya inauguración participó en 1986 como comisaria y artista). «En Bilbao será el doble de grande, y estará centrada en los proyectos de demolición de la central nuclear de Lemoiz y de la fábrica de Harino Panadera», aclara la ganadora del premio Velázquez de las artes plásticas en 2023. Se lo concedió el Ministerio de Cultura «por su amplia trayectoria como artista multimedia, pionera en la utilización de nuevas tecnologías desde los años 70 hasta la actualidad». El jurado destacó además su interés en asuntos como «feminismo, memoria y arqueología industrial, reciclaje y ecología, además de los procesos de exclusión y precariedad».

La artista muestra el libro sobre Lemoiz con la señal de la mano que se desintegra. José Ramón Ladra

Cabezas de muñecas

Entrar en su estudio es un viaje a mil destinos, en el tiempo y el espacio. A las playas que recorre recogiendo la basura: «Algunas cosas las tiro al reciclaje y otras me las quedo para mi trabajo. A veces los bañistas me ven con la bolsa y vienen a echarme restos por no ir hasta la papelera. '¿Le importa?', me dicen. En absoluto. Porque yo siempre encuentro joyas». Maderas traídas por las mareas que esconden caras, retorcidas conchas de bivalvos con formas curiosas... Muy cerca, se dejan ver cabezas de viejas muñecas que inspiran inquietud en los pasillos oscuros de esta casa antigua en el centro de Madrid; son el fruto de su proyecto realizado en la fábrica de Famosa, a donde acudía para llevarse las piezas con desperfectos. «Siempre digo que me atrae más un contenedor que un escaparate de lujo. El encuentro fortuito con objetos desechados o abandonados, que pueden llegar a desaparecer, me produce una fuerte atracción. Me seduce la posibilidad de recuperarlos».

Estudió Bellas Artes en la Complutense ante la ausencia en aquel momento de una facultad en Euskadi, licenciándose en 1971: «Y después de 5 años me di cuenta de que en realidad no me interesaba nada de lo que había aprendido». Marchó a EE UU para estudiar un máster en el Art Institute of Chicago. «Al llegar me di una vuelta metiendo la cabeza en todos los departamentos y cuando entré en el de Sistemas Generativos de Sonia Sheridan y la vi rodeada de máquinas, supe que era mi sitio». La parapetan en su estudio tres ordenadores ante los que se sienta a trabajar cada día, una televisión antigua, monitores, faxes, impresoras, cámaras de fotos... Herramientas para generar imágenes. «Trabajar con los adelantos técnicos, con las máquinas destinadas a la sociedad de la comunicación, ha sido una constante permanente e insistente. Me permite manipular, repetir, serializar y fragmentar o construir racionalmente o compulsivamente, recorrer varios caminos y en direcciones diferentes...».

Con sus ordenadores. J. R. Ladra

«Al principio fue la primera impresora en color; nos la trajo su inventor al Art Institute of Chicago. Era el primer artefacto para reproducir la realidad tal cual al momento. Hicimos muchísimos experimentos con ella. Luego llegó el fax, la primera forma de mandar textos e imágenes al otro lado del mundo en tiempo real. Y eso hacíamos, intercambiábamos fotos con universidades de otros países siempre proponiendo un tema de trabajo, la contaminación, por ejemplo. Después apareció Lumena, el primer sistema gráfico para artistas, con el que ya no necesitábamos tener un programador a nuestro lado...».

Libros de fotos. J. R. Ladra

A lo largo de medio siglo, González ha ido desarrollando su carrera a la par que iban apareciendo novedades tecnológicas. Hasta que surgió el concepto de IA: «La puedo usar para escribir algún texto, pero no lo haré para conseguir imágenes», asegura. Aunque eso no significa que esté en contra, siempre que sea el humano quien domine el resultado y no al revés: «¿Has visto la exposición de Marina Núñez en el Museo Antropológico? Es impresionante. Está todo hecho con IA, pero ha tardado años. Me dice que pasa un mes hasta que construye una sola flor». Considera válido el uso de estas nuevas tecnologías siempre que estén «bien trabajadas, bien utilizadas y desde el punto de vista de un artista con critero. Porque si no sería como eso que dicen de que 'pero si este cuadro de Miró lo puede hacer mi niño de 3 años».

Máscaras antigás y señales

En el caos en orden que es su estudio, las estatuillas de santos filipinos colocadas sobre el piano que aprendió a tocar en el Conservatorio de Bilbao conviven con objetos rescatados de uno de sus proyectos estrella: la central nuclear de Lemoiz. Cajones repletos de planos, dosieres de la época, cascos, una enorme balanza que por el peso permanece allá donde la dejó hace dos décadas, máscaras antigás y sobre todo decenas de señalizaciones de peligro, como la que deja intuir lo que podría pasarle a alguien que tocara lo que no debía ser tocado: «Esta me gusta mucho, ves una mano a la que se le están desintegrando las puntas de los dedos». En la pared, una imagen de rascacielos que solo lo parecen, pues son los armarios donde se guardaban las llaves de los distintos espacios de la central, por decenas.

Una balanza de la central nuclear.

Se da la coincidencia de que este mismo año y en el mismo sitio, Ixone Sadaba presentó un reciente proyecto fundamentalmente fotográfico sobre la central, ya desprovista de su contenido. Veinte años antes, en 2004, González consiguió que la empresa que había obtenido el contrato para desmantelar el interior de la central le firmara un papel que le permitía husmear por allí para documentar el proceso y también llevarse materiales para la creación artística: «Llené un camión», dice. Cajones y paredes repletos de huellas y recuerdos de la central lo atestiguan. «Los obreros estaban allí trabajando, cortando el metal con fuego, sudando, sufriendo, y me veían a mí disfrutando con mi trabajo, con la cámara, visitando todos los rincones, acercándome al reactor. Estuve dos años. Con todo ello hice una exposición en el Museo CAB de Burgos, vídeo, fotos, objetos y una instalación. Y al ver las noticias en los periódicos llamaron desde Iberduero a la empresa adjudicataria propietaria del contenido a primera hora de la mañana para ver quién me había dado permiso para entrar allí. Pero yo tenía mi papel firmado».

Con la planta 'cruel'. J. R. Ladra

Los siete silos de Harino Panadera

Si consiguió la confianza de la empresa fue porque su anterior proyecto la llevó a documentar el proceso de demolición de Harino Panadera, que también podrá verse en Azkuna Zentroa. «A finales de los años 90 me avisa mi hermano de que van a tirar la fábrica que nos había suministrado el pan durante casi todo el siglo XX, y me fui a grabarlo durante 9 meses. En Bilbao tenían siete silos enormes, blancos, que habían estado ocultos por un muro durante un siglo, y grabé la caída de cada uno de ellos».

En su estudio. J. R. Ladra

En aquella vorágine de investigación, González encontró los documentos con las memorias del consejo de administración desde 1911. Entre sus páginas, los propietarios de la fábrica hablan del porqué del fracaso de su empresa. «Hice otra instalación con aquellas frases iluminadas con 24 lámparas de la propia harinera. Decían que 'el descendimiento en las ventas era consecuencia de las vacaciones anuales que nos piden'. Querían vacaciones. ¿A dónde vamos a llegar?».

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