Venecia, la agonía más hermosa
La ciudad de los canales es el mejor ejemplo de una decadencia gloriosa e inimitable; no hay urbe igual
César Coca
Lunes, 28 de noviembre 2016, 00:48
Venecia se muere, dicen los agoreros. Año a año la ciudad se hunde en las aguas de la laguna, y los esfuerzos -medidos en muchos millones de euros invertidos en distintos planes- no hacen sino retrasar lo inevitable: la urbe desaparecerá un día dejando tras de sí una historia apasionante. Por si acaso esa fecha maldita estuviera más cercana de lo previsto, quien no conozca Venecia debe aprobar esa asignatura pendiente. Y quien ya la haya visitado debería darse el capricho de volver a pasear por esa ciudad inimitable.
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Hay muchas Venecias: la de los largos días de verano, cuando turistas sudorosos, llegados en cruceros a veces por unas pocas horas, llenan cada plaza, bloquean el puente Rialto y hacen imposible cruzar el puente de los Suspiros. La de los carnavales, refinada y colorista pero también tenebrosa. La de los cada vez más frecuentes episodios de 'acqua alta', que obligan a los visitantes a caminar sobre pasarelas de madera y recrean de manera muy realista lo que puede llegar a ser la ciudad todos los días del año. Y la Venecia de las brumas de finales de otoño y principio de primavera, cuando un paseo a primera hora de la noche tiene una magia especial, un toque de viaje en el tiempo.
Digamoslo ya: el tópico turístico hace que algunas ciudades europeas con canales sean bautizadas también como 'venecias'. Sucede con la encantadora Ámsterdam, la perfecta Estocolmo y la apabullante San Petersburgo. Pero ninguna, más allá de su belleza, tiene la magia de la auténtica. Ni gozan del aura de decadencia que tiene la capital del Véneto.
El visitante percibe que está en una ciudad diferente en el mismo aeropuerto de Marco Polo. El pasillo que lleva desde la sala de recogida de equipajes a los lavabos está decorado con enormes reproducciones de pinturas que pueden verse en el palacio Ducal o en algunos de los museos de la ciudad. Donde en otros lugares hay anuncios comerciales de dudoso gusto, aquí está la Historia del Arte a pequeña escala.
El centro de todo es la plaza de San Marcos. Napoleón se refirió a ella como «el salón más bello de Europa». Es en sí misma un enorme escenario en el que el turista desearía quedarse a vivir para siempre. Benedetto Marcello, Antonio Vivaldi, Tomasso Albinoni, Richard Wagner, Italo Svevo, James Joyce, Ezra Pound, Ernest Hemingway, Truman Capote, Stendhal, Madame de Staël, Aristóteles Onassis, Giacomo Casanova, Lord Byron, Alejandro Dumas, Charles Chaplin, Andy Warhol y tantos otros tomaron esta plaza como punto de partida o llegada de sus paseos por la ciudad. Igor Stravinski y Sergéi Diaghilev habrían querido ser enterrados aquí mismo, pero como no era posible pidieron que sus restos reposaran en el cementerio de la cercana isla de San Michele.
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En San Marcos están la torre del Reloj, el campanile desde el que se disfruta de una vista panorámica que permite hacerse una idea de la compleja estructura de calles y canales de la ciudad, la bellísima basílica de estilo bizantino y el palacio Ducal. Este último combina la magnificencia de sus salas de recepción con la oscuridad de sus muchas mazmorras, dispuestas en una estructura laberíntica que desorienta al visitante. En la plaza está también el café Florián, con su cuarteto de cuerda amenizando la velada en la terraza -cuando el tiempo lo permite- o en el salón interior. Hay pocos locales con tanta historia como este (abrió sus puertas en 1720), y ninguno por el que hayan pasado tantos artistas. El fetichista de la cultura no dejará de sentarse a alguna de sus mesas para ver pasar la vida por la plaza y tratar de percibir algún eco de la ingente cantidad de talento que ha habitado entre esas mismas paredes. Eso sí, lo pagará a un alto precio: una caña, siete euros.
Más allá de la plaza, la ciudad es una sucesión de palacios y museos. Los más espectaculares se levantan a orillas del Gran Canal, sobre todo en el tramo entre el puente Rialto y la plaza de San Marcos, una ruta profusamente señalizada que concentra la mayoría del tráfico de turistas. Pero el visitante hará bien en escapar de la misma y dejarse llevar por su instinto o por la imagen de una placita entrevista en un cruce de canales, o por una torre que se eleva entre el tejido de casas atacadas por la humedad y el musgo y necesitadas de una mano de pintura. La magia de Venecia está en esos rincones que aparecen fugazmente en la serie televisiva del comisario Brunetti, o en 'The italian job', la tercera entrega de la serie de Indiana Jones y tantas otras películas. O, en 'Muerte en Venecia', pese a que la mayor parte de la acción transcurre en el Lido, una larga barra de arena situada frente al bloque principal de islas.
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Es en esos cruces de canales, en las calles menos transitadas, en los embarcaderos carcomidos por la humedad donde salta la sorpresa. Donde es posible caminar al atardecer mientras en el altavoz de una tienda suena música de Albinoni y el visitante ha de ir a su encuentro indefectiblemente. O donde un café tenuemente iluminado resulta una tentación irresistible. Es ahí donde el turista puede imaginarse con más realismo cómo podía ser la vida en la ciudad en el esplendor del barroco, cuando el Carnaval duraba seis meses, desde el primer domingo de octubre hasta la Cuaresma.
Por supuesto, el turista haría bien en no dejar de visitar La Fenice, el teatro lírico que ha sobrevivido a más incendios; la Fundación Peggy Guggenheim; unos cuantos palacios, sobre todo Ca' d'Oro y Ca' Pesaro; y una enorme cantidad de iglesias a cual más hermosa, con dos joyas indiscutibles: las basílicas de Santa María de la Salud, muy cerca de la Punta della Dogana, obra de Longhena; y la de San Giorgio Maggiore, en la isla del mismo nombre, frente a San Marcos, diseñada por el gran Palladio.
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Si Venecia se muere, nunca hubo agonía más hermosa.
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