El legendario imperio de los galeones vascos
A lo largo de dos siglos, astilleros vizcaínos y guipuzcoanos construyeron los barcos que dominaron el mundo
Pascual Perea
Domingo, 13 de diciembre 2015, 01:53
En la madrugada que siguió a la primera Luna menguante del invierno de 1697, la cuadrilla ascendió por la ladera del Learbaso hasta que el ... bosquero se detuvo a la sombra de un gran roble. «Hauxe», señaló. «Este es». Los hombres, armados de hachas, se pusieron a la tarea, y al poco tiempo el árbol se desplomó con un crujido lastimero. Los carpinteros se afanaron entonces en despejar el ramaje, descortezar el árbol y desbastarlo con tronzas y azuelas hasta convertir el tronco en un tirachinas gigante, el embrión de una futura varenga. Mientras las mulas arrastraban la gran pieza hasta el río, donde la corriente se encargaría de llevarla a su destino, los sonidos huecos del metal esculpiendo la madera llenaron el viejo robledal donde los carpinteros tallaban otras ramas principales para transformarlas en genoles, ligazones, baos o curvatones. Las raíces eran apartadas para hacer con ellas clavijas, y la madera desechada se recogía para alimentar los fuegos de las ferrerías de la zona, donde se fabricaban clavos y pernos.
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Río abajo, en un recodo del Oria, el armador Pedro de Aróstegui discutía con el asentista real Miguel de Echebeste sin quitar ojo a los carpinteros de ribera que sudaban sobre las arpanas aserrando troncos. Más de trescientos hombres pululaban por el astillero de Mapil, junto a Usurbil, donde dos grandes armazones iban tomando forma. De ambas quillas, de 70 codos de longitud y rematadas a proa y popa por la roda y el codaste, surgían las cuadernas ensambladas como los costillares de ballenas gigantescas. En una de ellas, la más avanzada, los baos de la primera cubierta se extendían ya sobre los durmientes.
Eran la 'San José' y la 'San Joaquín', llamadas a ser la capitana y la almiranta de la Armada para la Guarda de la Carrera de Indias, las naves encargadas de proteger la flota mercante y conducir el chorro de oro y plata de ultramar que irrigaba el Imperio español, tan vasto que en él no se ponía el Sol. Los diseños y dimensiones de estos dos 'galeones de plata', los mayores barcos destinados hasta entonces al tráfico indiano, con 1.200 toneladas de arqueo, dos cubiertas, castillo y portas para 70 cañones, los convertían en un prodigio de tecnología punta. «El galeón de plata aparecía como un mito a los ojos de los restantes países europeos», describe Fernando Serrano Mangas en su estudio 'Realidad, ensayos y condicionamientos de la industria de construcción naval vasca durante el siglo XVII en la Carrera de Indias'. «La fortaleza, seguridad y excelentes condiciones marineras que proporcionaron los fabricantes cántabros y vascos a estos galeones lograron que éstos mantuvieran una distancia respetable respecto a los salidos de los astilleros extranjeros».
«Los vascos miraban al mar»
Corrían los últimos años del siglo XVII, y los puertos de Bizkaia y Gipuzkoa eran un hervidero de actividad. Los astilleros trabajaban a destajo siete días a la semana, y hasta hacían traer al cura los domingos a cantar misa para no interrumpir el trabajo. Carpinteros, hacheros, cordeleros, veleros, herreros, toneleros y calafateadores se encontraban entre los mejores del mundo, prosperaban las armerías y miles de familias enviaban a sus hijos a la mar para hacer fortuna. Muy cerca, en el valle cántabro de Liérganes, se construían los cañones de bronce con que se armaban estas fortalezas flotantes... y en ocasiones también, ironías del destino, los navíos de las potencias enemigas. «En aquellos tiempos, la costa vasca era la NASA y Pasajes, Cabo Cañaveral», describe Xabier Agote, presidente de la Factoría Marítima Albaola, en cuyos astilleros de Pasaia se construye actualmente la réplica del galeón 'San Juan', hundido en Terranova en 1565. «Todos los gremios trabajaban en simbiosis y todo el mundo mirando al mar, nuestra principal industria. Los vascos no somos conscientes de la importancia que tenía el mar para nosotros. La imagen pastoril del caserío y el queso de Idiazabal tiene sólo doscientos años; antes, Euskadi estaba volcado hacia el océano».
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La historia le respalda. Nuestros balleneros fueron los primeros en llegar a Terranova; exploradores como Juan Sebastián Elcano, el primer hombre en dar la vuelta al orbe, Miguel López de Legazpi, que conquistó para la Corona española las islas Filipinas, Alonso de Salazar o Andrés de Urdaneta, que estableció la ruta de tornaviaje desde Manila a Acapulco, ensancharon el mundo; militares como Blas de Lezo, que con seis navíos y 2.830 hombres rechazó en Cartagena de Indias a una flota inglesa compuesta por 180 navíos y casi 25.000 hombres, defendieron las rutas de la Corona; marinos como Antonio de Oquendo o Tomás de Larraspuru, que en doce años cruzó el Atlántico siete veces en cada sentido como general de la Armada de la Carrera de Indias, expandieron el comercio por primera vez a escala mundial, y brillantes ingenieros navales como Juan Domingo de Echeverri, Francisco Garrote -autor del diseño de la 'San José' y la 'San Joaquín'- o José Antonio de Gaztañeta, cuyas aportaciones fueron copiadas por ingleses y holandeses, sentaron las bases de la construcción naval en aquella época.
Materia prima y 'know how'
De los galeones de la plata a los cargueros del hierro
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Un año después de colocarse sus quillas en el varadero de Usurbil, el 'San José' y el 'San Joaquín' fueron remolcados a Pasajes a medio terminar para rematar sus cubiertas y castillos y ser aparejados, dado el riesgo de que a plena carga embarrancaran en la ría de Orio. En 1699 navegaron hasta Cádiz para escoltar la flota de galeones a Tierra Firme, pero la Guerra de Sucesión retrasó su partida hasta 1706. Ese año llegaron sin contratiempos a Cartagena de Indias, y en febrero de 1708 fondearon en Portobelo, en la costa caribeña de la actual Panamá. En su famosa feria se producía cada año el intercambio comercial de España y el Virreinato de Perú la plata trasladada desde Lima hasta Panamá por barcos de la Compañía del Mar del Sur, que luego cruzaba el istmo a lomos de mula por el Camino Real, se trocaba allí por manufacturas procedentes de la metrópoli y esclavos africanos destinados a las minas del Potosí.
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El 28 de mayo, la flota zarpa de Portobelo hacia Cartagena de Indias cargada con un gran tesoro, pese a conocer la presencia de una potente armada inglesa acechando en Jamaica. El 8 de junio, a apenas veinte leguas de Cartagena, son avistados por la escuadra británica, y ambas flotas maniobran para situarse en posición de combate. El escaso viento perjudica a los españoles. En el intercambio de cañonazos, el 'San Joaquín' es alcanzado y se retira para reparar daños en jarcias y velas. Los ingleses tratan de apresarlo, pero el galeón consigue zafarse y situarse bajo la protección del fuerte de Bocachica y se salva, como también la mayoría de los mercantes, salvo una urca que embarranca y es incendiada por su tripulación.
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La peor parte se la lleva el galeón 'San José', que intercambia andanadas con el 'Expedition', la nave capitana inglesa, de 74 cañones, hasta que un proyectil alcanza su santabárbara. El barco español estalla en mil pedazos, yéndose a pique con un tesoro de siete a once millones de monedas de ocho escudos en oro y plata, valorados en 105 millones de reales de la época -17.000 millones de dólares actuales- y unos 600 pasajeros y tripulantes. Sólo once personas se salvaron.
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Incursiones francesas
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El desastre del 'San José', cuyos restos fueron localizados el pasado 27 de noviembre por arqueólogos submarinos, no desvirtúa el excepcional papel desarrollado por los galeones vascos en las rutas comerciales y el dominio de los mares. Durante los dos siglos en que protegieron los convoyes mercantes y transportaron el oro y la plata imperial, sólo dos veces sufrieron pérdidas importantes por ataques enemigos.
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Pero la decadencia española frente al empuje de otras potencias marítimas tras la paz de Utrech hizo declinar su protagonismo, y de forma pareja la actividad de los astilleros vascos. En 1719, tropas francesas invadieron Gipuzkoa e incendiaron seis naves casi terminadas en el puerto de Pasajes. Ese mismo año, otro ataque por mar destruyó otros tres barcos en el varadero de Santoña. El Gobierno decidió trasladar los astilleros lejos de la frontera, llevándose a Guarnizo y El Ferrol a los mejores carpinteros de ribera vascos. La reactivación no llegaría hasta los albores del siglo XX, con el surgimiento de astilleros y navieras en la ría de Bilbao para impulsar la exportación del mineral y las acerías. Los barcos del hierro seguían la estela de los galeones de plata.
Margallo busca en Colombia un «acuerdo amistoso» sobre el tesoro del 'San José'
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El ministro de Asuntos Exteriores de España, José Manuel García-Margallo, entabló ayer las primeras conversaciones en Cartagena de Indias con la canciller colombiana María Ángela Holguín con el objetivo de buscar un «acuerdo amistoso» sobre la propiedad del galeón 'San José', localizado en aguas del país latinoamericano. El barco se hundió en 1708 cerca de esta ciudad con un cargamento de oro y plata, y fue hallado el pasado 27 de noviembre, según reveló el presidente colombiano, Juan Manuel Santos.
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García-Margallo recordó que la Unesco ampara a España en su reclamación del pecio, ya que se trata de un «barco de Estado». Con vistas a esta reunión, el Ministerio de Cultura ha preparado un dossier para presentarlo a las autoridades colombianas y ha pedido respeto a las convenciones internacionales vigentes. Además de defender la titularidad española del 'San José', el ministro de Cultura, Íñigo Méndez de Vigo,puntualizó en Madrid que entre los restos del galeón «probablemente haya cadáveres de personas, de hombres y mujeres que dieron su vida por España, lo que merece un enorme respeto».
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Una vez que se tenga constancia de que el galeón localizado en aguas colombianas es el 'San José', será determinante encontrar el Manifiesto de Carga, es decir, el documento en que se consignan las mercancías que transportaba el barco, que podría estar en el Archivo de Indias o en el Archivo de Simancas. Este documento aclararía los tesoros que portaba el galeón cuando fue hundido por un escuadra inglesa, que se estiman en cerca de 11 millones de monedas de ocho escudos acuñadas en oro y plata. Algunos expertos, como el vicealmirante Fernando Zumalacárregui, director del Órgano de Historia y Cultura Naval y del Museo Naval de Madrid, descartan que el 'San José' llevara oro. «Lo normal era traer plata de Lima y algo de México», declaró.
Pero aquel 'Silicon Valley' no surgió de la nada. El País Vasco contaba con frondosos bosques comunales, cuyos robles brindaban excelente madera, muy superior a la de los pinos del sur, y cultivada con esmero para satisfacer las demandas de los carpinteros de ribera. Su gestión, celosamente vigilada por el superintendente real de fábrica de navíos y plantíos, era un alarde de planificación y previsión. Había que esperar 60 años para obtener un roble del que se pudieran extraer las cuadernas y otros elementos estructurales, y hasta 120 años para talar los que brindaban las planchas que constituían los forros de la embarcación. Era el roble ipiñabarro -(en euskera, 'poner rama')-, así llamado porque generaciones sucesivas de guardabosques lo habían cuidado mediante podas, guías y otras técnicas para 'cosechar' árboles sin nudos y con las formas requeridas para la construcción naval: «dexar una rama acia un lado en angulo recto con el tronco, y otra derecha, o en angulo obtuso, para que tengan curbatores, genoles o barenjas para navios», recomendaba el experto Villarreal de Berriz en un tratado de la época.
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Como esta madera crecía a orillas de los ríos, su transporte hasta la costa era cómodo y barato. Abundaba en la región un mineral de hierro de óptima calidad -el de Somorrostro era considerado el mejor del mundo- con el que forjar anclas, cadenas, clavos, argollas y todo tipo de herramientas. Había además una destreza heredada en la construcción de barcos, fruto de siglos de experiencia en mares bravíos. Y existía, finalmente, la demanda del mayor imperio marítimo del planeta, que requería las mejores naves para proteger sus convoyes de los corsarios ingleses, holandeses y franceses.
Así, en la segunda mitad del siglo XVII la Corona encargó quince galeones para el tráfico indiano. Uno se fabricó en Guarnizo, en Santander; el resto fue construido en los astilleros vascos de Usurbil, Basanoaga (Rentería), Zorroza y Mundaka. Eran los mejores navíos del mundo: cinco de estas naves de gran porte se concibieron como capitanas y otras seis como almirantas. Otros muchos barcos se botaron esos años en astilleros de Bizkaia y Gipuzkoa para engrosar la Flota de Nueva España, la Escuadra de Portugal y las Armadas del Mar Océano y de Filipinas, así como para el tráfico particular de mercancías, en Bermeo, Ondarroa, Bilbao -donde, además de los astilleros reales de Zorroza, que empleaban a más de 300 artesanos, existía una pujante industria de suministros navales-, Portugalete, Plentzia -famosa por la calidad de sus pataches (veleros ligeros de dos palos)-, Hondarribia, Pasajes... así como en las Cuatro Villas cántabras: San Vicente de la Barquera, Santander, Laredo y Castro. El navegante y cartógrafo Juan Escalante de Mendoza, que llegó a ser capitán general de la Armada y Flota de la Nueva España, aseguraba en el siglo XVI que los mejores barcos del mundo se construían... en Bilbao, claro. Y eso que él era asturiano.
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El desafío de los armadores
Al peligro generado por piratas, bucaneros y corsarios se sumaba el de temporales, ciclones tropicales y bajíos, que eran frecuente causa de naufragios. Además de vías de agua y de la acción de la 'broma', una termita que pudría rápidamente la madera en las aguas cálidas del trópico. Un buen barco, en el mejor de los casos, podía durar veinte años, por lo que las necesidades de reponerlos eran continuas.
La actividad de los astilleros vascos no tardó en convertirse en monopolio. Mientras en el sur de España se seguían fabricando embarcaciones de bajo porte, que raramente superaban las 200 toneladas de arqueo, los armadores vizcaínos y guipuzcoanos construían naves más y más grandes, desafiando las ordenanzas de la poderosa Casa de Contratación. Esta exigía barcos de pequeño tonelaje, capaces de afrontar la peligrosa barra de Sanlúcar de Barrameda para subir por el Guadalquivir hasta Sevilla, donde se descargaba toda la mercancía llegada del Nuevo Mundo. El encargo de diez galeones a navieras vascas por unos banqueros italianos que querían dedicarlos al transporte de esclavos a América fue el detonante de una rebelión abierta, que tomó la forma de buques que superaban ampliamente las 800 toneladas. La Corona tuvo que rendirse a la evidencia y sustituir Sevilla por Cádiz como punto de entrada del tráfico marítimo de las Indias a España.
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Los armadores vascos, además, tenían una visión mercantilista, más acorde con la activa burguesía que surgía en Europa que con la mastodóntica y centralizada administración española: querían participar de los pingües beneficios de este comercio y no dudaron en negociar acuerdos con la Corona para financiar la construcción de los bajeles reales a cambio de licencia para realizar dos viajes consecutivos en su propio beneficio. A los que sumaban habitualmente los del contrabando: era práctica común falsear los datos de arqueo y reservarse algunas toneladas -el espacio de un par de toneles- para embarcar de matute sus propias mercancías. Y en muchas ocasiones no dudaron en dedicarlos al corso y al tráfico de esclavos.
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