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Antimio, de camino al tren que le llevará a su trabajo en Ortuella. Jordi Alemany

El Bilbao de los supermadrugadores

¿Quién se mueve por la ciudad a las 5 de la mañana de un día laborable? Hay desde currantes hasta deportistas: «Unos y otros nos levantamos para sufrir»

Domingo, 2 de marzo 2025, 01:13

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Los clásicos manejaban una palabra que habría que recuperar, por lo bonita que es: el conticinio, según define el diccionario de la RAE, es esa «hora de la noche en que todo está en silencio». En una ciudad como Bilbao podemos aspirar, como mucho, a un conticinio relativo, inestable, porque en esa serenidad de la madrugada siempre se acaba colando algún motor impertinente y más o menos distante, pero es cierto que existe un paréntesis nocturno de tranquilidad desacostumbrada, en la que uno escucha cómo resuenan sus pasos igual que si estuviese caminando por un pueblecito solitario. Alrededor de las cinco de la mañana de un día laborable, las calles empiezan a poblarse tímidamente de lo que podríamos llamar supermadrugadores: desde currantes que acuden al turno de mañana hasta corredores tempraneros, aunque las dos categorías se confunden, ya que hay trabajadores que corren porque van tarde y, en realidad, la mayoría de los deportistas que se aventuran a salir a estas horas lo hacen porque después tienen que fichar.

El puente de El Arenal a las cinco. J. Alemany

A nuestro repertorio de referencias se ha sumado una muy reciente: las calles vacías de la madrugada traen a la memoria el Bilbao desierto de la pandemia. Los contados transeúntes se mueven deprisa, a veces no son más que sombras furtivas que desaparecen por alguna esquina, pero uno se topa con imprevistos estallidos de actividad, que a estas horas equivalen a tres o cuatro personas más o menos juntas. Ocurre a las cinco menos cuarto en la calle Aurrekoetxea, entre Prim e Iturribide, donde han coincidido un chico que ha bajado al perro y dos operarios del servicio municipal de alumbrado público que están reparando una farola. «Entro a currar a las seis, en un hotel, y lo paseo antes de ir. Me he levantado ahora mismo, a las cuatro y media. Si no tuviese perro, ganaría media horita de sueño», explica Jon Arrieta, mientras Bubba contempla con desconcierto a esos tipos que abordan a extraños en medio de la noche.

–¿Y ya le compensa?

–¡Hombre, claro! Siempre merece la pena, ¡el perro es tu compi!

Los dos operarios, José Luis Garín y Jesús Mari Gómez, no son madrugadores. O al menos no lo son esta semana, porque están de noche: cuando les toca de mañana, José Luis amanece a las 4 para venir desde su casa, en Carranza. ¿Cómo saben qué luces fallan, acaso van patrullando? «Hay un vigilante por la noche, pero además llaman los vecinos: pueden avisar a las dos, a las tres de la mañana...». Por la noche se resuelven las averías que supondrían un problema de día, porque el arreglo obligaría a interrumpir el tráfico, pero también hay otros vecinos -esperemos que sean otros- que llaman para quejarse porque les molesta el runrún del camioncito-elevador. ¿Y de aquí adónde van? «Llevamos una lista: San Francisquito, San Adrián, la calle Ondarroa, Sagarminaga...».

«Ya tendría que estar allí»

A las 5, apenas hay tráfico en El Arenal. Pasa una patrulla de la Ertzaintza. Después un autobús con el letrero 'servicio de empresa'. Pero el centro empieza a animarse y hay un momento en el que cinco personas están cruzando el puente a la vez. «No puedo pararme, voy a trabajar», se disculpa una mujer. ¿A qué hora entra? «Ya tendría que estar allí». Roser Llorens y Óscar Berg avanzan también a ritmo vivo, con una bolsa de viaje y una maleta, y no queda otro remedio que trotar junto a ellos por la calle Navarra para charlar: «Somos de Menorca y hemos pasado tres noches en Bilbao. No lo conocíamos y nos ha gustado todo: la comida, el ambiente, los bares, la gente... Nos hemos levantado a menos cuarto y vamos al bus del aeropuerto».

–Les habrá costado.

–Qué va, viajamos mucho, estamos acostumbrados.

Un taxista recoge a una clienta. Jesús Mari trabaja en una farola de la calle Aurrekoetxea. Los menorquines Roser y Óscar cruzan la plaza del Arriaga.
Imagen principal - Un taxista recoge a una clienta. Jesús Mari trabaja en una farola de la calle Aurrekoetxea. Los menorquines Roser y Óscar cruzan la plaza del Arriaga.
Imagen secundaria 1 - Un taxista recoge a una clienta. Jesús Mari trabaja en una farola de la calle Aurrekoetxea. Los menorquines Roser y Óscar cruzan la plaza del Arriaga.
Imagen secundaria 2 - Un taxista recoge a una clienta. Jesús Mari trabaja en una farola de la calle Aurrekoetxea. Los menorquines Roser y Óscar cruzan la plaza del Arriaga.

Desde la parada de taxis, Gonzalo González está acostumbrado a presenciar cómo se despereza Bilbao: «A partir de las dos y media, hasta las seis, no hay casi nadie, aunque a las cinco y media ya se nota más el movimiento de gente que va a trabajar. Yo estoy aquí desde las nueve y media y he tenido siete servicios, el último al hospital», expica. ¿Y trasnochadores? ¿Hay héroes de la fiesta en una noche como esta, de miércoles a jueves? «Siempre sale alguno, pero del Bilbao que he conocido de joven no queda nada. Se lo han cargado, quieren un turismo de 'foto al Puppy y para el hotel'».

Y sí, sí que se ve a algún espíritu ocioso, con signos inequívocos de llevar a cuestas el exceso nocturno, pero las calles son a estas horas dominio de los trabajadores. A las 5.20 Antimio Antón se dirige a la estación de Abando para coger el segundo cercanías a Muskiz, el de las 5,32. «Trabajo en Ortuella, en un almacén. Bueno, como dicen ahora, en logística, que suena más internacional. Llevo toda la vida madrugando, pero cuidado: según te vas haciendo mayor, hay días que te cuesta». Antimio («no, el nombre no es por mi padre, es por un tío») baja andando desde Etxebarria: «Es un cuarto de hora y me suelo cruzar con tres o cuatro personas. Siempre hay alguno que se levanta a correr: unos y otros madrugamos para sufrir», se ríe.

Rodrigo y Ana, en un momento de sus diez kilómetros. J. Alemany

En los muelles de Ripa y Uribitarte se escucha el canto de los mirlos y a alguna paloma madrugadora, lista también para su exigente trajín diario. La ría baja tan tranquila que parece estática, dormida, y del zumbido de fondo del tráfico emerge de vez en cuando un coche que se acerca, pero el silencio se recompone rápido y borra su estela. Dos jóvenes pescan misteriosamente con caña en las escalerillas de la orilla opuesta, junto a las barracas de Carnaval. Tres empleados de limpieza entran a un bloque de oficinas y bajan la verja tras ellos. Las torres de Isozaki se camuflan en la oscuridad y las luces en un par de ventanas, una en cada bloque, parecen flotar. A lo lejos tamborilean, cada vez más fuerte, unos pasos veloces: son Rodrigo González y Ana González, dos amigos que salen todas las mañanas a correr antes de que rompa el día. «Normalmente vamos tres, pero el otro está un poco lesionado. Empezamos a las cinco y veinticinco y hacemos diez kilómetros». ¿Por qué en plena madrugada? «Es la mejor hora. Después tenemos que trabajar. Y además se está más fresquito y hay menos gente: coincidimos siempre los mismos y ya nos saludamos».

–¿Nunca se les pegan las sábanas?

–El truco es quedar, porque te comprometes y ya no faltas.

Han pasado las seis: ya circulan tranvías y autobuses, se pone en marcha el metro, y en el centro van desembarcando oleadas de viajeros que se apresuran hacia sus trabajos, muchas veces con el sueño en la cara. Los trabajadores del servicio de limpieza se reparten por Bilbao y es como si, a la vez que la suciedad, mangueasen y barriesen las últimas sombras perezosas de la noche. A esto ya nadie le llamaría conticinio, ni siquiera madrugada: bienvenidos a otro día en Bilbao.

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