Julio César Alonso y el perro Chester pasan junto a los restos de un árbol quemado en Balmaseda. Jordi Alemany

«En Balmaseda miramos al monte y vemos la cicatriz del incendio»

Hace tres años, el fuego arrasó 500 hectáreas en la villa encartada y Zalla: «Era como si viniera la guerra, pensaba que aquí no iba a quedar nada»

Martes, 28 de octubre 2025, 07:27

Hay aniversarios que pueden pasar desapercibidos, porque el presente nos arrastra y muchas veces no nos deja reparar en la carga especial que acompaña a ... una fecha, pero el incendio de 2022 acude a la memoria de los balmasedanos de manera puntual e ineludible, vinculado ya sin remedio al día grande de las fiestas. El desastre, el mayor de su clase que se ha registrado en Bizkaia en los últimos treinta años, trastocó los planes de aquella jornada tan especial: eran las diez de la mañana y estaba a punto de comenzar el tradicional concurso de putxeras, tras dos años de suspensión. «Salíamos de la pandemia y parecía que todo volvía a la normalidad, que había acabado la pesadilla. Y, de pronto, vinieron el humo y las cenizas», recuerda Aitor Larrinaga, el alcalde de entonces. En la villa encartada comentan que, cuando se cancela en el último momento esta fiesta de San Severino, significa que algo terrible pasa: el precedente era aquel 23 de octubre de 1980 en el que estalló el colegio de Ortuella.

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Los relatos del siniestro que se escuchan en la localidad parecen versiones locales del apocalipsis, el extremo opuesto a la despreocupación que todos anticipaban. Del renacer se pasó bruscamente a lo que parecía un nuevo final: el fuego se desplazaba a velocidad espeluznante, llovían pavesas que prendían nuevos focos, el sol se veía como una bola de color rojo sangre envuelta en humo, un viento violentísimo azuzaba las llamas y hacía volar las tapas de las putxeras, la gente se protegía la nariz y la boca con los pañuelos de fiestas... En un abrir y cerrar de ojos, el incendio principal se había convertido en un frente de dos kilómetros que rondaba como un lobo las casas de La Calzada y Arbiz. «Los vecinos te llamaban llorando, pidiendo recursos, y era imposible dar abasto. El fuego saltaba a tantos puntos que era imposible responder. Fueron momentos tremendos», evoca Larrinaga.

Rastros del incendio y, al fondo, uno de los caseríos deshabitados que ardieron. Jordi Alemany

Al repasar el balance de aquellos tres días de fuego, sorprende que ardiesen solo unos cuantos inmuebles deshabitados, porque los detalles evidencian que las llamas casi lamían las casas. Se quemaron gallineros, casetas, leñeras, remolques, herramientas, todos esos elementos que rodean las viviendas rurales. Roberto Ondovilla va señalando puntos alrededor de su casita del entorno de Arbiz: «Las llamas estaban aquí, a dos metros. Ardieron dos casetas de aperos, el 'rotovátor', la cortadora de césped...», repasa. Él había subido con su hermana a ver cómo estaba aquello y se vio sorprendido por el fuego: «Vimos una humareda allá lejos pero, en un instante, nos vimos envueltos en humo. Hubo que arrancar rápido y bajar por otro camino». Tuvo tiempo de ver cómo ardía, justo enfrente, el caserío donde nació, ya deshabitado.

Estamos acostumbrados al fuego doméstico, apresado en la chimenea, pero nos suele asombrar lo rápido que avanza cuando va libre por el campo, y aquel día, con rachas de viento de cien kilómetros por hora, alcanzó una velocidad sobrecogedora. «El viento azotaba como sin conocimiento. A esa velocidad no hay equipo de extinción que valga», apunta Julio César Alonso. Las llamas se quedaron a quince metros de su adosado y su suegra fue uno de los desalojados: él se libró de la evacuación porque había bajado a la fiesta, y explica aquel desconcierto de andar a través de la humareda con la putxera en las manos. En sus largas caminatas por el monte con su perro Chester ha ido comprobando el avance de la vegetación en estos tres años: «Ha habido repoblación y limpieza, y la naturaleza es sabia y se regenera, pero quedan los troncos quemados como marcas vivientes», comenta.

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Aquel fue, además, un incendio con focos muy alejados: las pavesas volaban kilómetros y dieron lugar a un peligroso foco en la zona de La Herrera, en Zalla. Allí, los vecinos del pequeño barrio de La Mella también recibieron en sus casas la visita aciaga de las llamas. «Mirabas el monte y era como si viniera la guerra. Yo pensaba que aquí no iba a quedar nada. ¡Las pasamos putas!», resume Aritz Zornotza, que al principio temió que lo que ardía fuesen sus cuadras: «El fuego se metió en los pinos y se reavivaba una y otra vez. Hubo que trasladar los animales a corrales. A mis padres los evacuaron, mi padre tenía ELA. Y a mí me aconsejaron salir, pero dije que me quedaba: tengo ahí la presa, así que, si la cosa se ponía fea, podía tirarme y no me pillaba el fuego. Las pavesas caían y yo las iba apagando al vuelo con la manguera, porque, si pillaban la paja...».

Verde esperanza

«Fue un incendio forestal de unas dimensiones a las que no estamos acostumbrados. Tuvo un desarrollo superrápido, por el viento, y alcanzó una gran extensión que afectaba a varias zonas. Fueron días de mucho trabajo, en una situación excepcional, con una logística muy complicada», expone Javier Amutxategi, del cuerpo foral de Bomberos. Las tareas de extinción, coordinadas por el Servicio de Montes de la Diputación, sumaron ya el primer día del incendio un dispositivo de 111 personas. «En las maniobras aprendemos mucho, pero en situaciones como aquella ves en qué puntos tienes que mejorar –añade Amutxategi–. Para nosotros es una experiencia de la que sacamos lecciones».

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Aritz Zornotza, en La Mella, con su mula Pastora. El fuego llegó a los árboles que se ven al fondo. Jordi Alemany

Este jueves, mientras se extendía el aroma tentador de las putxeras, los balmasedanos han vuelto a revisar aquella jornada de miedo y de tufo a vegetación abrasada. «De momento tenemos el recuerdo, esa imagen que no podemos olvidar, pero el aprendizaje se demuestra en el futuro. Aún no sabemos lo que hemos aprendido», comenta Julio César antes de seguir su paseo ladera abajo, hacia el caserío quemado de Goyo el pastor. Pasa ante el cartel del Proyecto Basoa Bizi, que cuenta lo ocurrido en 2022 (incluida la causa, un chispazo eléctrico) y alerta sobre los incendios del futuro, agravados por el cambio climático.

El alcalde de entonces hace balance: «Viendo luego otras situaciones que han tenido resultados desastrosos, como la dana de Valencia, piensas que lo hicimos bien, con coordinación, y que tuvimos suerte, porque no entró en el casco histórico. El daño medioambiental fue importante, pero las consecuencias pudieron ser mucho peores y eso te hace respirar con alivio», analiza Aitor Larrinaga. ¿Qué ha quedado de aquello en Balmaseda? «Aquí nos levantamos y miramos al monte, y ahí nos encontramos el recordatorio. Es como si hubiese dejado una cicatriz. El monte tardará años en recuperarse, pero lo ves verde y te da esperanza».

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«La mayor parte del daño se generó en las primeras horas»

Carlos Uriagereka. Yvonne Iturgaiz

«Fue un incendio extraordinario por su intensidad y sus dimensiones. La mayor parte del daño se generó en las primeras horas», explica Carlos Uriagereka, jefe del Servicio de Montes de la Diputación. Él fue el primero en sobrevolar la zona, junto al responsable de Bomberos, y comprobó la extensión que abarcaba ya el fuego: «Era complicado ver toda su magnitud. Eran momentos de una preocupación muy grande: evitar que llegara a zonas pobladas, organizar evacuaciones... Se actuó con mucha coordinación». Para Uriagereka, lo que siguió al siniestro supone «un punto de satisfacción», porque la actuación rápida permitió aprovechar buena parte de la madera («se subastó y fueron dos millones de euros reinvertidos en restauración») y la reforestación, que contó con aportación económica del Bilbao BBK Live, se encaró de manera «ejemplar»: «Todo está ya repoblado con diferentes especies. Todavía son las plantas pequeñitas, pero ya está aquello verde».

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