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Varios jóvenes asisten a la demolición de Tarabusi, la pasada semana, desde las ruinas de Lancor. Jordi Alemany

El avance de Zorrozaurre dejará sin techo al centenar de jóvenes que vive en sus ruinas

La demolición de Tarabusi ya obligó a gestionar la salida de nueve y hay muchos más en otra media docena de edificios

Domingo, 1 de diciembre 2024, 01:04

Vivir en un edificio abandonado es mejor que vivir bajo un puente o en una chabola hecha con cajas de cartón y cubierta de plástico. Incluso a la hora de ocupar un inmueble ruinoso, no es lo mismo que sea un viejo pabellón vacío, grande y sin ventanas, que un edificio cerrado, escueto, más protegido y caliente. Ya se ve que hasta en el mundo de la exclusión más severa hay clases, ciertas formas de desesperado privilegio.

En esta lógica de las cosas, Zorrozaurre es un lugar tristemente interesante. Desde hace años sus edificios abandonados, vestigios roñosos del pasado industrial, dan cobijo a decenas de personas, sobre todo jóvenes inmigrantes africanos, mayoritariamente argelinos. El asunto es complejo y socialmente explosivo por los riesgos y problemas evidentes que genera la pobreza y la exclusión. Y cobra especial relevancia ahora, cuando la Diputación ha declarado a Bizkaia en situación de excepcionalidad ante la avalancha de menas. Es un fenómeno que está íntimamente relacionado con el sinhogarismo porque no son pocos los jóvenes que, tras haber alcanzado la mayoría de edad sin que el sistema sepa qué hacer con ellos, pasan a engordar la bolsa de la exclusión.

La cuestión es que en la isla viven en estas condiciones casi un centenar de personas repartidas en media docena de inmuebles abandonados, sobre todo en la punta norte. En concreto, son unas ochenta, según las estimaciones de Lagun Artean –la asociación que es referente en la atención a personas sin hogar–, una cifra que aumenta en verano. Se reparten, por ejemplo, en los viejos edificios de Lancor y Consoni, en el de Mefesa, en el ruinoso caserío cuyas ventanas han sido tapiadas varias veces... Y, hasta hace poco, en el de Tarabusi. Hace algo más de una semana ha sido demolido y ahí residían, al menos, nueve personas.

605 personas sin techo

han sido contabilizadas en Bilbao en el último recuento, conocido este mes de noviembre. En el conjunto de Bizkaia son 895, más del doble que hace dos años. El motivo de este incremento es la crisis migratoria que en los últi

Desde el Área de Acción Social del Ayuntamiento de Bilbao apuntan que a esos jóvenes les atendió el servicio municipal de urgencias sociales (SMUS) el día de su salida (la demolición arrancó el miércoles, 20 de noviembre). «Se les ha ofrecido un alojamiento temporal de urgencia» durante el habitual periodo de cinco días «porque se entiende que hay una situación sobrevenida, que es el derrumbe del pabellón». De hecho, «algunas eran personas que ya habían sido atendidas por el SMUS» y que por lo tanto figuraban en los ficheros de la Administración.

De cara al futuro se les van a ir ofreciendo recursos a medida que haya disponibilidad de ellos, como al resto de personas sin hogar. El problema es que, desde hace ya muchos meses, el Ayuntamiento se reconoce desbordado por la crisis migratoria que ha disparado la cifra de gente con necesidad de ser atendida por carecer de techo y de las cosas más básicas. Hay lista de espera hasta para recibir comida. Así que Bilbao ha pedido ayuda al resto de administraciones –al Gobierno vasco, la Diputación y otros municipios próximos–, pero no hay noticias en este sentido. Ni en ningún otro.

Bien para unos, mal para otros

Lo peor es que todo apunta a que el problema se va a agravar. Porque Zorrozaurre parece estar despegando al fin en términos de reactivación, de avances tras un par de décadas de gestiones, y eso implica que los edificios ruinosos y ocupados poco a poco se van a ir rehabilitando, o demoliendo, y eso va a generar un problema a corto plazo: ¿Qué va a ser de toda la gente que vive ahí? Desde el Ayuntamiento dicen que se irá haciendo frente a las necesidades a medida que vayan produciéndose, pero que no hay un plan preconcebido para abordar esta situación tan particular que se ve venir a la vuelta de la esquina.

Los directamente afectados, por su parte, están más que acostumbrados a sobrevivir y cuando se les eche de aquí se irán a otro lado. Lo que ocurre es que este grupo humano, como todos los grupos humanos, es heterogéneo y dispar. Es decir, en este entorno hay diferentes modos de afrontar la miseria. En varias ocasiones han aparecido por estas páginas personas como Abdul, Ali, Hamza, Mohamed o Zoubir, chavales que convirtieron agujeros sombríos y húmedos en algo parecido a un hogar, que son conocidos por los vecinos y se han integrado en la comunidad, que hacen cursos de carpintería metálica o de otras cosas ofrecidas por las administraciones. Algunos viven de la chatarra y de otras actividades informales pero inocuas.

Algunos otros viven del delito. Y eso genera choques porque estos últimos alimentan un estigma social con el que al final tienen que cargar todos. Por eso hay tensiones entre unos y otros. Cuentan quienes tratan de mantenerse en el lado de los justos que a veces incluso han impartido inconfesables formas de justicia, ancestrales y urgentes, sobre quienes han cometido tropelías; lo hicieron, dicen, con el fin de desincentivar estos comportamientos que tanto le pesan a su imagen. Hay aquí como un orden paralelo de equilibrios difíciles que tan pronto se vuelca hacia un lado como hacia otro.

Vecinos preocupados

La convivencia en el barrio también encierra sus complejidades. Zorrozaurre siempre ha sido un emplazamiento con alma de pueblo, de acogida generosa. Durante la pandemia, en pleno confinamiento, se activó el grupo Harrera con el fin de facilitar alimentos a las personas que vivían en los pabellones abandonados y que se habían quedado del todo desprotegidos. También se les abrió la puerta del edificio Vicinay, cedido por el Ayuntamiento para uso vecinal, con el objetivo de que acudiesen allí a ducharse y pasar algo de tiempo.

Durante años este colectivo estuvo operando con más o menos actividad pero «ahora está medio disuelto», se duele una de sus impulsoras, Rosa Gil Elorduy. Es porque buena parte del vecindario no está contento con lo que les implica tener de conciudadanos a jóvenes sin hogar que ocupan pabellones abandonados y padecen situaciones vitales difíciles. «Cuando hay exclusión ocurren ciertas cosas, hay algunas actividades por parte de gente que está especialmente desesperada; otra gente, sin embargo, está totalmente integrada».

Gil Elorduy apunta que entre treinta y cuarenta de los chavales que viven en los edificios ruinosos llevan años ahí, «los conocemos, tienen una vida normalizada, un arraigo». Otros tantos, hasta un total de ochenta o así, van y vienen. Y algunos la lían. De manera que ha crecido «el rechazo entre los vecinos», lo que ha motivado el declive de Harrera y que se les haya cerrado la puerta de las instalaciones vecinales, del edificio de Vicinay. «Ocurrieron las cosas que ocurren cuando hay un espacio de gestión comunitaria, nada grave». Pero lo suficiente para la paciencia de la mayoría no diese más de si.

Ahora, con el florecimiento urbanístico de Zorrozaurre y el impulso al parque tecnológico –para el que está reservada la mayoría de los edificios ocupados–, llega un momento de cambios. Para ese centenar de jóvenes africanos, el momento será de mudanza. Y en cuanto a la pregunta de qué va a ser de ellos, la respuesta más posible es también la más evidente: que se irán a otro sitio a buscarse la vida.

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