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josu garcía
Jueves, 11 de octubre 2018
–Soy el embajador de la España de Franco en Helsinki. Soy español. Vosotros sois españoles, vengo a ayudaros. ¿Qué puedo hacer por vosotros?
–¿Por nosotros? Nada. No queremos saber nada de los representantes de Franco. Es nuestro enemigo. Mató a nuestros padres. Dejadnos en paz.
El que responde es uno de los 19 niños de la guerra enrolados en el Ejército rojo que cayeron prisioneros de los finlandeses en 1941, en plena Segunda Guerra Mundial. El que pregunta es el conde Agustín de Foxa. El diplomático acudía a visitar a este grupo de vascos y asturianos republicanos que llevaban varios meses viviendo el horror de un campo de concentración en sus carnes: temperaturas por debajo de 40 grados bajo cero, hambre, disentería, malnutrición... El fragmento forma parte de la conocida autobiobrafía del periodista italiano Curzio Malaparte ('Un extranjero en París'). Foxá y Malaparte fueron amigos y compañeros de correrías bélicas y alcohólicas. Después, con el tiempo, se enemistaron y se dedicaron a despellejarse mutuamente a través de sus escritos y novelas (excelentes, por cierto), en uno de los duelos intelectuales más deliciosos de la literatura del siglo pasado.
Lo que hasta ahora había pasado desapercibido es el destino de estos 19 jóvenes que tuvieron la desgracia de ver cómo, primero, se quedaban huérfanos en la Guerra Civil, y, después, el conflicto más funesto y salvaje de la historia de la Humanidad les arrastraba a un pozo de penurias, dolor, propaganda fascista y olvido. Su peripecia vital la rescata ahora un historiador de Trapagaran: Guillermo Tabernilla, que ha buceado durante mucho tiempo en archivos oficiales y ha logrado entrevistar a una persona que compartió parte de su vida (infancia y alistamiento) con estos protagonistas. El investigador vizcaíno ha dedicado a este grupo un capítulo de los cinco que consta 'Combatientes vascos en la Segunda Guerra Mundial', una obra que acaba de editar Desperta Ferro, en colaboración con la Asociación Sancho de Beurko.
El volumen repasa la presencia de vascos en todos los frentes de la contienda. Son casi 200 páginas con fotografías históricas y también una selección de imágenes de recreaciones realizadas por los miembros de Sancho de Beurko, unas instantáneas muy cuidadas, tomadas por Jesús Valbuena, en las que no falta ni un solo detalle: armamento original, réplicas exactas de los uniformes de la época y hasta un ejemplar del periódico Pravda.
«Ha sido un trabajo de años», reconoce Tabernilla, a quien le emociona, sobre todo, la historia de estos 19 niños de la guerra cautivos en el campo de concentración de Nástola, en la Carelia ruso-finlandesa. Se trata de 8 vizcaínos, 4 guipuzcoanos y 7 asturianos. El capítulo arranca con la evacuación de los pequeños desde el puerto de Santurtzi, en el contexto de los bombardeos fascistas sobre Bizkaia y el preludio de la caída de Bilbao. Un momento dramático, en el que los protagonistas tenían entre 11 y 14 años.
«Ninguno de aquellos padres que dejaron a sus hijos en los barcos con rumbo a Rusia, en la esperanza de dar a los niños un futuro mejor, lejos de la guerra, podía imaginar, por aquel entonces, que les enviaban a otra batalla, de la que algunos no regresarían nunca y muchos ni siquiera llegaron a saber del infierno por el que pasaron sus descendientes», escribe Tabernilla.
El historiador de Trapagaran realiza un exhaustivo informe sobre el recorrido vital de aquellos pequeños. Identifica con nombre y apellidos a los 19 prisioneros de Nástola. Relata primero sus años felices. «Los niños son tratados muy bien a su llegada a suelo ruso. Pese a que tienen la eterna pena de haber dejado atrás a sus familias, la mayoría prospera. Dejan atrás el horror de los bombardeos. Estudian, reciben una buena educación y crean cierto sentimiento de comunidad. Aprenden el idioma local, cuentan con profesores y se integran relativamente bien».
También son fuertemente ideologizados. Se afilian o son afiliados al Partido Comunista. Los 19 protagonistas residen en una casa de acogida de Leningrado (San Petersburgo). Allí se convierten en obreros especializados o ingresan en academias militares. Viven con cierta holgura hasta que se desata el conflicto bélico. En ese instante decisivo de la historia, ninguno de los 74 niños españoles que están en Leningrado tiene duda alguna. De forma inmediata, se alistan voluntariamente en las milicias para defender la ciudad. Algunos, como el superviviente entrevistado por Tabernilla, tienen serios problemas para lograrlo. Maximino Roda sólo tenía entonces 15 años. Miente con su edad, pero es rechazado en la primera ocasión. «El oficial le dijo que regresara a casa a chupar el chupete». Finalmente, conseguiría su objetivo.
Algunos periódicos y la propaganda de la época recogen el arrojo de estos niños españoles: «Nosotros, los voluntarios, vamos a vengar ante los nazis la muerte de nuestros padres y madres». La madrileña María Pardinas declaró a un diario ruso: «Nací en España y he sido testigo de la muerte de mis padres por las bombas alemanas, vi cómo los lacayos de Hitler rompieron nuestro país libre. La Unión Soviética nos ha protegido, nos dio la oportunidad de aprender. Por mi nueva casa estoy dispuesta a todo, incluso a dar mi vida; me marcho al frente».
Los niños de la guerra de Leningrado son de los pocos pequeños españoles que logran permanecer juntos en una única unidad de combate. Algo excepcional. Son enviados a la Carelia, «una sucesión de densos bosques y cursos de agua», para frenar el avance nazi y también finlandés hacia Leningrado. Porque Finlandia, el único país democrático que apoyó a Hitler, tomará parte en esta batalla, conocida como la Guerra de Continuación, en alusión a la fallida invasión rusa acaecida unos pocos años antes.
Guillermo tabernilla
El destino se cebó con el contingente enviado por Stalin. Algunas malas decisiones militares, en el contexto de las purgas del Ejército Rojo, contribuyeron a la aniquilación del despliegue soviético en la Carelia. De 7.000 hombres que tenía la unidad en la que se enrolaron los vascos y asturianos, causaron baja unos 6.700, entre muertos, heridos y también prisioneros. Durante la refriega se vieron obligados a comer carne cruda de caballo, soportar temperaturas extremas y batallar en condiciones dantescas, como ha relatado Roda a Tabernilla. Finalmente, 19 vascos y asturianos fueron enviados al campo de concentración de Nástola. «Si terrible había sido su trayectoria vital hasta ese momento, lo peor vendría después», cuenta el historiador vizcaíno.
En Nástola se vive un verdadero infierno. Apenas hay comida. Las enfermedades, sobre todo intestinales, se ceban con los reos, que están vigilados por la peor calaña de Finlandia, por delincuentes o personas dominadas por el alcoholismo que habían sido rechazadas por el ejército nórdico. En un clima de violencia brutal mueren 19.085 de los 64.000 cautivos. Los españoles no se libran de la estadística. Fallecen dos.
Con todo, permanecen unidos hasta que llega el embajador Agustín de Foxá para ofrecerles la posibilidad de ser repatriados a España. «El régimen estaba interesado en agitar la propaganda y hacer ver que los comunistas habían alistado a la fuerza y luego abandonado a su suerte a unos niños que realmente se habían presentado como voluntarios y deseaban fervientemente defender su nueva patria», afirma Tabernilla.
Foxá se encontró un panorama desolador, pero intentó vender la idea de que los vascos y asturianos estaban siendo tratados de forma humanitaria. Y, lo más importante, les exigió que abrazaran la causa de Franco, que renegaran de su pasado, como condición indispensable para poder regresar a casa y dejar atrás la misería y el olor a muerte de los barracones en los que vivían hacinados. Pero los adolescentes se mostraron firmes. Así lo relata Malaparte. En su autobiografía recoge un encuentro que mantuvo con ellos y que Tabernilla reproduce:
–Nosotros no reconoceremos el régimen de Franco, no queremos volver a España.
–Respeto la fidelidad a vuestras opiniones, pero os hago notar que vuestra situación es muy delicada. Si admitís que combatís contra los finlandeses como españoles rojos, os fusilarán.
–Preferimos que nos fusilen los finlandeses a que nos fusile Franco.
La testarudez de estos niños de la guerra incomodó terriblemente a Foxá, que se vio obligado a realizar varios viajes de dos días en trineo, a cuarenta bajo cero, para reunirse con ellos o con los finlandeses que les custodiaban. Indolente y chulesco, el aristócrata consideraba este asunto una impertinencia. Malaparte explotaba este filón para poner en un brete al que había sido su amigo y, de paso, ayudar a los adolescentes. «Le llamaba o escribía muchas veces para recordarle que seguía sin solucionar un problema que para el italiano tenía una vital importancia por razones humanitarias», explica el historiador de Trapagaran.
La muerte de dos de los chicos por diversas enfermedades derivadas del cautiverio, disensiones internas y las penurias vividas acabaron por ablandar al grupo. Después de pasar más de un año en el campo de concentración aceptaron las condiciones impuestas para poder regresar. «Foxá sabía que acabarían pasando por el aro, así que les dejó sufrir lo insufrible. Eran muy jóvenes y, como había advertido Malaparte, su situación era muy comprometida. Querer salir de allí era un gesto muy humano, puro instinto de supervivencia».
Con todo, la operación propagandística tejida por el régimen para rentabilizar la deserción de 'los rojos' se torció cuando un barco que debía llevarles a Alemania, como escala previa hacia la península, se averió y no llegó a tiempo a un encuentro organizado en la capital germana con jerarcas nazis. De esta forma, la España nacional no pudo mostrarle a Hitler que los comunistas volvían al redil, abrazando la causa franquista y dejando en la estacada al camarada Stalin.
En aquella España de la posguerra, un país devastado, donde imperaba el hambre y el yugo de la dictadura, los niños de Nástola no tuvieron mucha suerte. «Sufrieron el ostracismo al regresar a una nación que apenas reconocían, sintiéndose víctimas de una situación injusta e instrumentalizados, primero, y después abandonados por una maquinaria política que nunca supo, en realidad, qué hacer con ellos. Sintieron culpabilidad y renunciaron, pasados los años, a hablar de aquel largo año de reclusión en Finlandia».
En su labor de rastreo, Tabernilla ha encontrado la carta que uno de los presos, Celestino Menéndez-Miranda, envió al ministro de Asuntos Exteriores cuando llevaba ya unos años en España. En la misiva pedía ayuda de manera desesperada y decía sentirse «desorientado». Aseguraba que los dos trabajos que simultaneaba (vendedor de coches e investigador privado) no le alcanzaban para vivir. También hablaba del destino de otros de los niños de la guerra: algunos murieron de tuberculosis, otros se alistaron en la Legión...
«Fue un regreso traumático y terrible», señala Tabernilla, que, en cierto sentido, se muestra satisfecho por haber podido poner nombre y apellidos a los 19 vascos y asturianos que malvivieron en el campo de concentración finlandes: Eduardo Díez (Barakaldo, 1923), Esteban Echevarría (Bilbao, 1923), Jesús Erice (San Sebastián, 1924), Celestino Fernández-Miranda (Oviedo, 1924), Luciano García (Laviana, 1924), Antonio Ibañez (Orduña, 1925), Francisco Justo (San Sebastián, 1923), Luciano Linares (Barakaldo, 1924), Manuel Méndez (Gallarta, 1925), José María Mendiologoitia (Bilbao, 1924), Melquiades Menéndez (Gijón, 1924), Enrique Palacín (Bilbao, 1924), Florentino Pérez (Oviedo, 1926), Manuel Recarey Gardeta (Rentería, 1923), José Luis Suárez (Oviedo, 1923), Joaquín Ubierna (Rentería, 1922), Luis Vega Martínez (Sama, Asturias, del que se desconoce su fecha de nacimiento) y Rubén Vicario (Barakaldo, 1923).
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