El adolescente, el recién casado y la Aldeana
Ángel y Albino habían mantenido relaciones con la misma mujer, prostituta en San Francisco, y el primero mató al segundo con fondo de pasodoble
Si pudiésemos emprender un viaje turístico al Bilbao de hace un siglo, seguro que nos aconsejarían mil veces que no nos aventurásemos por los barrios altos. En la zona de San Francisco y Miribilla se concentraban los tugurios menos recomendables de la villa, una larga serie de tabernas y burdeles donde se reunía lo que entonces se llamaba gente del bronce: tipos con un pie o los dos en la delincuencia, que bebían en exceso y se enzarzaban en salvajes disputas por cualquier desencuentro. El motivo podía ser una diferencia de pareceres en una partida de cartas, podía ser algún gesto que se considerase feo a la hora de pagar una ronda o, como ocurrió en el enfrentamiento entre Albino Larrabide y Ángel Fernández Murguialday, podía ser una mujer.
Ángel y Albino habían sido amantes sucesivos de una prostituta navarra de 25 años apodada la Aldeana, que ejercía en una casa de la calle de la Fuente, un corto tramo incorporado hoy a Conde Mirasol. Desde nuestra perspectiva actual, nos sorprenden las circunstancias personales de uno de los hombres y la edad del otro. Ángel, de 22 años, pintor y residente en Urazurrutia, se había casado tan solo dos meses antes de los hechos, pero no se resignaba a romper el duradero vínculo que había establecido con la Aldeana, cuyo verdadero nombre era Francisca Iriarte. Por su parte, Albino tenía solo 16 años, trabajaba de hojalatero y seguía viviendo con sus padres en Belosticalle. Su relación con Francisca era lógicamente posterior, pero la chica prefería evitarle, porque él tenía la costumbre de agredirla brutalmente si se enteraba de que había estado con otro hombre. El adolescente Albino apuntaba malas maneras desde hacía tiempo: ya había estado detenido el año anterior por insultar a un policía que le había reprochado que fuese voceando coplas obscenas por la calle.
El 21 de noviembre de 1913, como tantas otras veces, los dos hombres coincidieron en la casa de citas de la calle de la Fuente. La que no estaba allí era Francisca, ingresada en Basurto: la víspera, Albino le había propinado otra paliza, pero el verdadero motivo de su estancia en el hospital no eran los golpes, sino una enfermedad que había detectado el médico inspector de Higiene.
Después de bailar con otra de las pupilas, Ángel pidió a Albino que le acompañara un momento a la calle. «Se detuvieron junto a un solar que existe en la calle de la Fuente, sobre cuya pared se recostó Albino, colocando sus manos en las aberturas superiores del chaleco», detallaría después el fiscal. Ángel le preguntó a su rival si había pegado a la Aldeana y él respondió con chulería que sí, «por tener mala lengua». Entonces Ángel se encendió pausadamente un cigarrillo, devolvió las cerillas al bolsillo de su blusa blanca, sacó un revólver y le descerrajó al desprevenido Albino un tiro en el ojo izquierdo.
Ciego de ira
La escena posterior tuvo cierto aire irreal, como la secuencia onírica de alguna película. Albino yacía en el suelo, agonizante, con la bala alojada en la cabeza, y moriría algunos minutos después en la casa de socorro. Ángel escapó «con celeridad pasmosa» hacia la calle San Francisco. Varias mujeres empezaron a gritar: «¡Detened a ese! ¡Al criminal! ¡El de la blusa blanca!». Y sus voces quedaron ahogadas por un enérgico pasodoble interpretado por la banda de la Asociación Musical, que estaba en pleno pasacalles para celebrar la víspera de Santa Cecilia, la patrona de los músicos.
El homicida se presentó al poco rato en la comisaría de la guardia urbana y le explicó al cabo de guardia: «Con este revólver acabo de matar a un hombre y vengo a entregarme». En la propia sede policial, atendió amablemente a un reportero del periódico 'El Liberal'. «Ciego de ira, he sacado el revólver y he disparado contra quien maltrataba a la mujer que yo quería y encima se burlaba de mí. ¿Lo he matado?», quiso saber mientras daba caladas a otro pitillo.
En el juicio, celebrado en mayo de 1914, Ángel Fernández Murguialday fue declarado culpable de homicidio con atenuantes. Lo condenaron a doce años de cárcel y a pagar una indemnización de 5.000 pesetas a la familia de la víctima. Para muchos bilbaínos, la singularidad de este crimen –en el que un hombre recién casado y otro que casi era un niño se peleaban por una «mujer de mala vida» junto a una «casa non sancta», como lo expresaban algunos diarios– supuso un toque de atención sobre lo que estaba ocurriendo en los establecimientos de los barrios altos, ese territorio tan ajeno a las buenas costumbres que reglamentaban el resto de la sociedad. «El muerto y el agresor eran dos buenos muchachos corrompidos por el ambiente en el que han vivido, entre el hampa –lamentó 'El Liberal'–. En el caso de estos mozalbetes hay en Bilbao, desgraciadamente, muchos, muchísimos».
Bilbao, 1913
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Corta pero animada La calle de la Fuente enlazaba las de San Francisco y Cortes. No medía más que unos pocos metros, pero aparecía constantemente en las páginas de sucesos como escenario de mil pendencias y escándalos. «Esta callecita se la recomendamos a la policía muy eficazmente. ¡Se ve cada escena!», publicaba 'El Pueblo Vasco' meses después del asesinato de Albino Larrabide.
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