Las chabolas de Bilbao también festejaban la Navidad
TIEMPO DE HISTORIAS ·
Estas poblaciones de más de 20.000 personas en las laderas de Bilbao celebraban estas fechas de manera «austera y colectiva», según un ensayoTxani Rodríguez
Viernes, 24 de diciembre 2021, 01:07
En 1955 se levantaban en Bilbao treinta y dos barrios de chabolas que acogían a 3.702 habitantes; en 1959, el número de personas que vivía en estas casas improvisadas ascendió hasta 26.314. Durante aquellos tiempos, la ciudad, muy próspera, no dejaba de expandirse. Su actividad económica e industrial atrajo a muchos trabajadores de otras regiones que se encontraron con que no podían acceder a una vivienda mínimamente digna, así que se construyeron unas chabolas en las que instalarse con los materiales que tenían a mano. Lo hicieron sin consentimiento municipal, y no disponían de agua ni de luz ni de servicios de ningún tipo, pero aun así se levantaron barrios enteros, algunos tan organizados que llegaron a contar con un cine comunitario, por ejemplo. Monte Cabras, Monte Caramelo, Peñascal, Ibarsusi y el paradigmático Uretamendi son algunos, solo algunos, de aquellos emplazamientos en los que, alejados de toda comodidad, también se celebraban las Navidades.
El historiador Iñigo López Simón cuenta en su completo ensayo 'Bilboko etxola batean' (Elkar) -un libro que se publicará en castellano la próxima primavera- que «en aquellos barrios celebraban estas fechas de forma muy austera, pero muy colectiva, al menos, en Uretamendi. En Nochebuena y Navidad iban de chabola en chabola e intercambiaban comida y bebida o algún regalo. Era una forma de socializar, de hacer comunidad».
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En los pueblos -apunta López Simón- era costumbre visitar las casas: «Los habitantes de las chabolas procedían de núcleos rurales y, aunque llegaron a una ciudad, a Bilbao, en realidad, no vivían en la ciudad, sino en la falda del monte, en aquellos barrios de casas de una sola planta, que de alguna manera representaban sus pueblos de origen». Uretamendi, tal y como describe el historiador, conformaba un pequeño pueblo en el que mantenían formas de vida importadas de Castilla, de Galicia, de Andalucía, de Extremadura. «Reproducían sus costumbres y tradiciones aquí, cada uno cocinaba platos de su pueblo -dice-. Me recuerda a la fiesta de 'Munduko arrozak' que se celebra en San Francisco, en la que cada quien lo cocina a su manera».
Belén Viviente
López Simón subraya que siempre había comida en la mesa de aquellos humildes hogares porque todas aquellas personas trabajaban, el paro era entonces residual: «Dinero entraba, poco, pero no era gente que viviese en la calle. No tenían, eso sí, para grandes lujos».
De entre todas las celebraciones de Navidad de aquellos barrios de chabolas, destaca el Belén Viviente de Uretamendi: «Hasta el año 1955, los barrios de chabolas no se mencionan en ningún periódico, era como si no existieran, tenían muy poca visibilidad; por eso, el hecho de que el Belén Viviente de Uretamendi ganara el concurso de belenes fue una forma de que el barrio saliera en la prensa, una manera de visibilizarlo». Sin embargo, ese Belén Viviente encierra una historia muy triste. «No sé si será cierto, pero por el barrio circulaba la leyenda de que uno de los bebés que un año hizo de Niño Jesús murió de frío».
A López Simón no le consta que otros barrios organizaran un Belén con características similares al de Uretamendi. Cree que la llegada de los llamados curas obreros incentivó ese tipo de actividades sociales: «Se trataba de unos sacerdotes que empatizaban mucho con los vecinos y que realizaron una gran labor social. Para esos curas, la última prioridad era la evangelización; los mandaron a eso, pero era la última prioridad».
«Si se podía comer un pollo, era un acontecimiento»
A comienzos de los años 50, Juli Manzanera salió con sus padres de su pueblo natal, el zamorano Villabuena del Puerto, y se instaló en Sestao. Después, la familia se mudó a una de las chabolas de Monte Banderas. Juli vivió allí desde los diez hasta los quince años. Recuerda que llegaron al barrio un día cercano a la Navidad y que llovió tanto que, al poco, hubo un desprendimiento de tierra que echó abajo su precaria casa. «Todos los vecinos nos ayudaron, cada quien aportaba lo que supiera hacer. Y mientras la chabola se reconstruía fueron también los vecinos quienes nos acogieron», explica. De las Navidades que pasó en Monte Banderas no guarda recuerdos coloristas porque era aquella una época gris y austera «y porque la infancia no se valoraba como ahora se valora».
En aquellas viviendas sin luz ni agua, no había alumbrados ni cabalgatas y los días señalados no conseguían apartar de la mesa la comida de subsistencia. «Nos alimentábamos, sobre todo, con legumbres y patatas; también con castañas cuando era la temporada porque resultaba fácil cogerlas. En Navidad, si se podía comer un pollo, era un acontecimiento». Su chabola tenía una sola habitación. Una cortina separaba las dos camas -en una dormían sus padres; en la otra, ella con su hermana- de una cocina rudimentaria por la que no se asomaba ni de lejos la liturgia de los grandes banquetes de Navidad; sin embargo, en las niñas y niños de Monte Banderas sí anidaba la ilusión ante los Reyes Magos. «Dejábamos los zapatos o las zapatillas para que nos dejaran algún detalle: un año era una naranja; otro, una pequeña anguila de mazapán metida en una cajita de cartón, y en una ocasión me llegó una muñeca, de confección casera, por supuesto». Los mayores se reunían en las casas y compartían un vaso de vino o una taza de achicoria. «El café era otro lujo», aclara. Juli, una mujer de memoria e ideas claras, no acusa nostalgia alguna. «Son inmensamente mejores las Navidades de ahora».
Los Reyes Magos también llegaban
«Llegué el 24 de junio de 1955, el mismo día que el Athletic le ganó una Copa al Sevilla», precisa Pedro San Blas Adán, que conserva una memoria envidiable. Primero se alojó, con sus padres, en una habitación de alquiler en Monte Banderas, y después se instalaron en una chabola de Camino de Berriz. Pedro vivió allí cuatro años, desde los catorce hasta los dieciocho. Habían dejado atrás el pueblo de Jaén, Hornos de Segura, «un lugar muy bonito, desde el que se va una vega enorme»; por delante, les aguardaba el futuro. Recuerda que las Navidades de aquella época eran muy alegres. «Cenaba toda la familia junta, pero no había ningún banquete, las cenas eran muy normales; mi madre ponía lo que podía, pero éramos felices. Cantábamos villancicos con la zambomba, y nos entreteníamos».
Los Reyes Magos no faltaban a su cita en la chabola. «Nos traían un jersey o unos zapatos… Cosas que se pudieran aprovechar». Sobre los juguetes explica que los conoció cuando su familia se estableció en Bilbao «porque allí, en Hornos de Segura, no se podían comprar, no había dinero». «Me los fabricaba, con ocho años ya hacía mis juguetes. ¿Sabes con qué hacía un caballo? ¡Con un pepino! Y hacía un camión con una lata de sardinas… y cosas así. Y un tío carnal me enseñó a hacer molinos de harina, pero lo del pepino salió de mi cabeza». Estas Navidades, Pedro, gran aficionado a la lectura, las pasará en familia en su casa de Santutxu. «Ahora se tira mucha comida», lamenta. Al mirar atrás, afirma agradecido que «aquí lo han tratado siempre muy bien».
«En general -añade- en los barrios donde aparecían curas solían surgir asociaciones vecinales, y esas iniciativas, como la del belén, parten de los propios vecinos». La iglesia de Uretamendi, un edificio blanco que se alzaba en mitad del barrio, fue construida con la ayuda de esos curas y de otros cristianos de base, y sirvió de cine, teatro, centro de reuniones y escuela. Como templo, funcionaba los domingos y se respetaban los bautizos, comuniones, bodas, la Semana Santa y, por supuesto, la Navidad. En aquella iglesia, cuenta López Simón, se llevaban a cabo, en estas fechas, obras teatrales protagonizadas por las chicas y chicos del asentamiento, y representaciones musicales. «La Navidad era una fiesta», concluye el autor.
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