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Así reconstruyeron el cerebro de Julio: «Me arrolló un autobús en Bilbao y mi mente se desconectó»

La víctima de un atropello brutal y los médicos que le atendieron durante meses cuentan el proceso terapéutico que se necesitó para devolver al paciente a una vida plena

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Sábado, 25 de febrero 2023

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A Julio Salazar le visitó la muerte el 27 de febrero de 2021, sábado. Fue un despiste fatal. Aunque, a decir verdad, el autobús urbano que lo arrolló tampoco viajaba a 30 kilómetros por hora, que es la velocidad máxima a la que puede circular por Bilbao. El impacto «fue brutal». Su cuerpo salió despedido por los aires y quedó tendido sobre la calzada, a once metros del lugar donde se lo llevaron por delante. Los vecinos hacían fotos, grababan vídeos y la noticia salió al día siguiente en los periódicos.

«Vi coches parados y crucé, pero me arrolló un autobús. Mi cerebro se desconectó»

1 El accidente

«Vi coches parados y crucé, pero me arrolló un autobús. Mi cerebro se desconectó»

Con ocho costillas rotas que le dificultaban la respiración, su cuerpo politraumatizado comenzó a agotarse en ese mismo instante. Fue un 'clack' y su cerebro se desconectó. «Para mí, ahí se apagó todo», cuenta el hombre. Esta es su historia, que no es un simple relato de supervivencia. La de Salazar, ingeniero industrial, astrofísico y «muchas otras cosas más», es la crónica de cómo un cerebro altamente dañado puede rehabilitarse por completo. No es cuestión de magia, mucho menos de milagros. Es constancia, ciencia y profesionalidad.

Como ingeniero, Julio Salazar (Bilbao, 1958) ha ocupado a lo largo de su vida profesional altos cargos en grandes compañías como Ericsson y Gamesa. Cuando ocurrió el accidente, hace dos años, trabajaba como consultor para una conocida empresa de Dinamarca. Es un «tipo duro», acostumbrado –como le gusta decir– a manejarse con «datos objetivos, no con opiniones». En busca de sus propias respuestas, ha analizado con rigor científico el accidente que puso su cerebro en posición de reinicio. «Creo que sé cómo ocurrió con muy poco, casi nulo, margen de error».

Esa mañana salió temprano, como de costumbre, a hacer algo de deporte. Su esposa, Inmaculada, había aprovechado el tiempo para ir a ver una exposición al museo Guggenheim porque la idea era que a la salida los dos se irían a tomar un aperitivo. Sobre las diez de la mañana, Julio decidió dar por terminada la sesión.

Muy cerca ya de casa, el hombre se quedó esperando a que se abriera el semáforo en la mediana de un paso de cebra de la Avenida Lehendakari Aguirre, en el bilbaíno barrio de Deusto. En un momento determinado, los vehículos se detuvieron y, al verlos, se dispuso a pasar. Fue un error fatal, un pensamiento nada meditado. El luminoso solo se había cerrado para el tráfico del carril derecho, no para el izquierdo.

Julio explica su accidente. Marta Madruga

A 120 por hora

«El autobús, con sus 19.000 kilos de peso, impactó contra mi cuerpo con una energía de 1.050 kilonewtons por metro. Lo he calculado. Aunque sería cuestión de hacer un par de operaciones, estimo que es algo así como golpearse contra un muro a 120 kilómetros por hora». El hombre salió volando y cayó sobre el asfalto. Intentó sobreponerse y caminar por su propio pie, pero las lesiones eran lo suficientemente graves como para impedirlo. Entró en coma. Su mente se desconectó de golpe. Todas las funciones de su cerebro se desactivaron, de hecho, de forma automática. La cognitiva, la memoria, la inteligencia, el factor emocional, todo.

«Comencé a llamar a su teléfono móvil», recuerda su esposa, Inmaculada Jiménez. «No contestaba». «Finalmente, lo cogió una enfermera del hospital de Cruces. El recibimiento de la noticia fue terrible. La cosa pintaba muy mal. Había muy pocas esperanzas de que saliera adelante y comencé a pensar dónde y cómo le enterraría».

«Un cerebro lesionado es un puzle de cien mil piezas y en los primeros días apenas controlábamos tres o cuatro»

2 En el hospital

«Un cerebro lesionado es un puzle de cien mil piezas y en los primeros días apenas controlábamos tres o cuatro»

Los traumatismos graves constituyen la primera causa de muerte por debajo de los 45 años. Por norma general, uno de cada tres pacientes sobrevive con complicaciones leves, otro con lesiones graves y un tercero fallece. La media de edad de los pacientes tratados en la Unidad de Reanimación del hospital de Cruces, a donde fue conducido Julio Salazar, es de 52. Allí, han logrado rebajar la mortalidad al 20% y ascender la supervivencia sin grandes secuelas hasta casi el 55%.

Julio llegó al centro por Urgencias y fue rápidamente conducido a la unidad adjunta de Estabilización, donde lo recibieron especialistas en Neurocirugía y Reanimación. Las primeras fueron medidas de control rápido de la situación. Un primer escáner cerebral permitió valorar el alcance de los daños.

Así fué el paso de Julio por el hospital. Marta Madruga

Los sanitarios le colocaron también un catéter ventricular para aportar líquidos intravenosos y medicación. También fue necesario abrirle un pequeño agujero en el cráneo para medir de forma permanente la presión intracraneal y drenar líquidos para rebajarla en caso de que se elevara en exceso. «El cráneo es un estuche rígido, no se puede distender», explica el neurocirujano Iñigo Pomposo. «Si la inflamación cerebral crece, pueden producirse herniaciones, deterioro del nivel de conciencia, incluso la muerte». En ese primer momento hubo que practicarle una traqueotomía con el fin de conectarle a un equipo de respiración asistida. Tenía ocho costillas rotas y respiraba con mucha dificultad.

«Estaba recién jubilada, nuestros dos hijos, Jon y Marta, habían comenzado a hacer su propia vida. Y, para nosotros, casados desde 1985, comenzaba un tiempo nuevo muy ilusionante. De repente –explica Inmaculada– todo se vino abajo. Fue un batacazo muy duro, pero había que coger el toro por los cuernos».

Tras esa primera asistencia, Julio fue conducido a la unidad de Anestesia y Reanimación, que es lo que tradicionalmente fue la Unidad de Cuidados Intensivos o UCI. Sin dejar de lado el resto de lesiones, la recuperación del cerebro se convierte allí en la principal prioridad. «Nuestro objetivo es generar el ambiente propicio para que el cerebro sufra lo menos posible», explican el jefe del servicio, Alberto Martínez, y la jefa de sección, Carmen Ruano. Para controlar que sangre y oxígeno llegaran al órgano dañado en cantidad suficiente, el paciente tuvo que ser sedado y monitorizado. Las funciones metabólicas se rebajaron con medicación con el fin de que el cerebro realizara el menor esfuerzo posible. Para alcanzar ese mismo objetivo, a veces, incluso tiene que someterse al organismo a una terapia de frío intenso, aunque en el caso de Julio Salazar tampoco se hizo necesaria, según detalla Iñaki Bilbao, médico adjunto del servicio.

El hombre permaneció en esta situación durante veinte días. Pasados los diez primeros, los especialistas rebajaron la medicación con el objetivo de abrir lo que llaman una ventana terapéutica y poder evaluar sus progresos. «Un cerebro lesionado es un puzzle de cien mil piezas y, en los primeros días de evolución, apenas controlamos tres o cuatro. Según va pasando el tiempo, acumulamos suficiente información como para hacernos una idea de la situación», explica de forma gráfica Gontzal Tamayo, también médico adjunto.

Quince días después del accidente, las noticias seguían siendo malas. «Los médicos no lograban comunicarse con él», recuerda su esposa. Su cerebro no respondía a estímulos, ni daba la más mínima señal de actividad. «La cosa pintaba muy mal. Fue otro batacazo». Sin olvidar, además, que los de la primavera de 2021 fueron tiempos muy difíciles en Euskadi. El agravamiento de la pandemia había llevado al Gobierno vasco a dictaminar nuevas restricciones a la movilidad y las familias tenían serias complicaciones para estar al lado de los pacientes ingresados. Los médicos, sin embargo, hicieron una excepción y permitieron a la de Julio despedirse de su padre y esposo.

Veinte días en coma

Oxigenación, ventilación, control hemodinámico y de la función renal suelen bastar para ir despertando un cerebro... Mínima actividad orgánica. Julio Salazar permaneció más de veinte días en coma. A partir de esa fecha, los médicos fueron retirando poco a poco el soporte terapéutico. Hasta que un día abrió los ojos. «De pronto, remontó. Comenzó a tragar, a respirar, a caminar. Mi hija me llamó emocionada. 'Ama, ha leído Osakidetza en la sábana del hospital. ¡Sabe leer!».

Los cuidados intensivos se prolongaron hasta 32 días. Después, fue necesario su traslado a planta, en la unidad de Neurocirugía, donde continuó la atención sanitaria tres semanas más. A las lesiones del accidente se sumaron una infección hospitalaria y dos neumonías. El día que Cruces firmó su alta y se decidió el traslado del paciente al hospital Aita Menni, en Mondragón, la familia celebró su recuperación. 15 de abril. No lo sabían, pero el padre de la casa, aunque pareciera lo contrario, todavía no había despertado. Vivía en una nebulosa permanente, en la nada, al margen de todo acontecimiento. Su cerebro se hallaba en fase de amnesia postraumática.

«Te despiertas y ves un techo que no reconoces. ¿Me ha secuestrado Putin, estoy en un Gulag de Siberia?»

3 La rehabilitación

«Te despiertas y ves un techo que no reconoces. ¿Me ha secuestrado Putin, estoy en un Gulag de Siberia?»

Recuperada la función orgánica, la misión en Aita Menni consistía en conseguir que el impacto del accidente sobre las distintas funciones del cerebro fuera el mínimo posible. Comenzaba la auténtica rehabilitación, que debe iniciarse cuanto antes para un mejor resultado. La primera fue una terapia de sueño para ayudar al afectado a salir de esa confusión postraumática. «Es como una de esas borracheras en las que al día siguiente no recuerdas absolutamente nada. En ese momento lo único que hay que hacer es cuidar y proteger al paciente», explica el neuropsiquiatra Ignacio Quemada, jefe del servicio de Daño Cerebral de la organización. «Su ritmo de vigilia/sueño suele estar muy alterado. Hay que esperar a que se estabilice para evaluar las secuelas y  comenzar a trabajarlas», detalla.

El proceso de rehabilitación de Julio. Marta Madruga

«Un día, de madrugada o al amanecer, te despiertas y ves un techo que no conoces. En la cama de al lado duerme una persona con una apnea del sueño importante. Qué es esto, qué me pasa. ¿Me ha secuestrado Putin, estoy en un Gulag de Siberia?». 25 de abril de 2021. Julio Salazar por fin despierta. «Ahí me conecté a la vida, volví a ser yo».

La ansiedad le invadió. Le salió el ingeniero. El hombre acostumbrado al manejo de información y al control de la situación se vio desbordado por la incertidumbre. No recordaba nada de los dos meses anteriores, ni siquiera el accidente. «¿Que me ha atropellado un autobús? A mí las opiniones no me aportan casi nada. ¡Quiero datos! ¿Alguien puede decirme qué me pasa?», espetaba a todo el mundo. En medio de un estado de ánimo desatado, su esposa vivió junto a él algunos de los peores días del proceso. «Estaba completamente desorientado», relata. No se detuvo. «Las familias solo teníamos una hora para llamar al hospital, de cinco y media a seis y media de la tarde. Decidí pedir ayuda y que cada día le llamara alguien de sus distintos ámbitos para trasladarle ánimo. Familiares, amigos, conocidos de distintos ámbitos, compañeros de trabajo...». El teléfono ardió.

Entretanto, comenzó el proceso de rehabilitación cognitiva. El paciente fue sometido a un exhaustivo examen para determinar qué funciones de su cerebro y en qué medida estaban dañadas. El manejo de los movimientos, de la recepción de información (vista, oído...), capacidad de pensar, control emocional, comunicación, funciones básicas de la vida diaria... «Julio realizó un trabajo muy intenso en el ámbito de lo motor, lo físico y lo cognitivo, muy por encima de lo que se pidió», explica Quemada.

«Vamos a salir de aquí»

«Siempre he sido un tipo duro, muy exigente conmigo. Los que me rodean lo sufren porque esa exigencia que me impongo la transmito a los demás, en el trabajo, en casa...», reconoce. Con el programa de rehabilitación, comenzaron a cambiar algunas cosas. Un chico de Vitoria le transmitió su positividad. «¡Vamos a salir de aquí», le animó. En una comida, un nigeriano le permitió demostrarse que aún era capaz de manejarse en inglés. «¡Bien, no lo he perdido», se dijo. Poco a poco era cada vez más capaz. «Descubrí que pequeños detalles, como bajar al gimnasio en el ascensor a un compañero en silla de ruedas, me proporcionaban una satisfacción tremenda».

El 8 de junio abandonó el hospital de Mondragón para continuar la rehabilitación en la delegación de Aita Menni en Bilbao. «Es curioso. Te mandan a casa y eso es una muy buena señal, pero te vas con pena porque dejas atrás días muy intensos con gente que te ha cuidado como jamás hubieras imaginado». Julio Salazar logró recuperarse «casi al 100%». Ignacio Quemada asegura que su caso no es único, pero sí extraordinario. «En el traumatismo cerebral, hay un tiempo para salvar la vida, otro para proteger al cerebro de daños adicionales y otro para la rehabilitación. Aquí no solo se cumplieron, sino que contamos además con una paciente con una entrega excepcional».  

 

«Ya no quiero trabajar doce horas al día»

4 Mi nueva vida

«Ya no quiero trabajar doce horas al día»

Dos años después del atropello que casi le cuesta la vida, Julio Salazar y su esposa se preparan para volver a empezarla. «Todo este proceso ha sido una auténtica montaña rusa emocional. Creías salir de un pozo y ya estabas hundida en otro», describe de forma gráfica Inmaculada Jiménez.

El pasado septiembre Julio recibió el alta definitiva y decidió simplemente vivir. Volver a empezar le llevó a tomar varias decisiones. La primera, según cuenta, fue poner punto final a su vida laboral. «Puedo hacer colaboraciones, pero ya no estoy para trabajar doce horas al día llevando el departamento de los sistemas eléctricos de los aerogeneradores de una empresa alemana». De la misma se dio también de baja en el Colegio de Ingenieros Industriales de Bizkaia y dejó de ser socio del Athletic. «Permíteme que no desarrolle esta idea», solicita y continúa sus explicaciones.

Julio disfruta actualmente de plena autonomía y vive muy ilusionado. Marta Madruga

Cuenta que el atropello le ha cambiado. Le ha hecho ser muy emotivo. No es que llore más, que sigue sin soltar lágrima, pero se ha vuelto reflexivo hasta un extremo insospechado para él mismo. «Antes me decía: 'a lo hecho, pecho'. Y ahora no, ahora le doy a todo mil vueltas», detalla.

Nada está escrito

Fiel a su pasión por los datos y el rigor científico, ha analizado de manera pormenorizada el atestado de la Policía Municipal y tiene una idea de lo que ocurrió aquel 27 de febrero -«creo que bastante ajustada a la realidad»-. De la experiencia ha sacado sus propias 'lecciones aprendidas'. «La primera: hay que pasar bien el semáforo», bromea con seriedad.  La segunda, añade, es que «hay evidentes oportunidades de mejora en el tráfico urbano, el transporte municipal y la experiencia en los juzgados».

Hoy es domingo, 26 de febrero de 2023. Inmaculada y Julio pasean por las calles de Tokio. «Hay que vivir la vida sin obsesionarse. Disfrutar de cada momento, siendo consciente de que el mañana no está escrito para nadie», defiende ella. «Japón es un viaje que teníamos planificado para marzo de 2020», explica él. «La pandemia nos obligó a suspenderlo, luego fue el atropello y después el país permaneció cerrado por el covid hasta el pasado otoño. Para nosotros –añade–, esta es la mejor manera de cerrar una etapa y abrir otra nueva». Amanece. La vida de Inmaculada y Julio comienza de nuevo en la tierra del sol naciente.

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