De las cartas a las pantallas
Una mirada moderna y puntillista sobre la tradición
Ramiro Arrúe se mantuvo fiel a una temática vasca tradicional, si bien se desligó del naturalismo mediante la idealización y el uso de recursos aprendidos en Francia: simplificación y geometrización de las formas, líneas nítidas, colores netos. Todo ello se puede apreciar en este lienzo, que en cierto modo versiona el tema 'cezzaniano' de 'Los Jugadores de cartas'. La escena representa a dos jóvenes jugando y bebiendo sobre una mesa, ataviados con atuendos campesinos y situados en un paraje que deja ver unas suaves montañas verdes al fondo. Pero resulta una obra doblemente moderna por su puntillismo, de trama tan abierta que deja entrever el soporte, lo cual genera una particular vibración cromática.
Ramiro Arrúe (Bilbao, 1892-San Juan de Luz, 1971)
Hermano menor de otros tres pintores (Alberto, José y Ricardo) Ramiro Arrúe entabló contacto en París con Durrio y Zuloaga, dos referentes en la colonia vasca de la ciudad. La pintura de Paul Gauguin influyó en su evolución y su obra se caracterizó por adaptar las
vanguardias artísticas a la pintura tradicional vasca. En 1911 se instaló en el País Vasco francés. Creó también escenografías, esmaltes (con su hermano Ricardo), carteles e ilustraciones.
Gamers
El lugar de la cita es Artxanda, en una tarde otoñal, fresca y luminosa. Nora y Sara llegan apresuradas, móvil en ristre, pisando divertidas y entre confidencias las hojas que alfombran la ladera del merendero donde van a reproducir uno de los óleos más conocidos de Ramiro Arrúe. Un siglo casi exacto separa ambas escenas y, a simple vista, la vasija y el verde entorno son las únicas similitudes estéticas. Pero la esencia, el juego como necesario alimento del espíritu, permanece inalterable.
La primera diferencia salta a la vista: nuestras 'impostoras' son mujeres, de presencia minoritaria en la obra del pintor bilbaíno, que centró su creación en el paisaje, el folklore y las escenas idealizadas de la vida rural vasca con protagonistas esencialmente masculinos. (¿Jugaban a las cartas las etxekoandres de comienzos del siglo XX?) Tampoco la envergadura de las figuras resiste la más mínima comparación. La constitución monumental, simétrica y angulosa, de los baserritarras contrasta con los cuerpos a medio hacer de sus alter ego de 14 años. Comparten, eso sí, el gesto absorto, la concentración en el lance de la partida que se intuye en los simplificados rasgos de los jugadores de Arrúe.
En el decorado tampoco hay cartas: Nora y Sara, que estudian 3º de la ESO en el instituto Unamuno, no traen en sus mochilas ninguna baraja, sino el omnipresente móvil y las consolas que añaden hoy al atrezzo. Ni siquiera guardan en ellas libros de texto: tan solo el iPad con el que estudian, descubren el mundo, se relacionan… y, por supuesto, juegan. Ay, si el bilbaíno más universal –coetáneo de Arrúe que, por cierto, le retrató– supiera que en el centro educativo que lleva su nombre los adolescentes son seres hiperconectados que no estudian con libros sino con tabletas digitales...
Pese a tantas diferencias, la esencia de ambas escenas permanece inalterable ahora y hace un siglo, el juego como alimento para el alma, como necesaria evasión a la tediosa rutina. A los vascos, un pueblo capaz de convertir la dura faena del baserri en deporte popular, se atribuye, nada menos, el origen del mus, el juego de cartas por antonomasia de decenas de generaciones, nuestro póquer patrio. Nora y Sara no saben lo que es un órdago ni un amarrako: ellas asocian las barajas con las tardes de verano en cuadrilla, en Laredo y Noja, jugando al asesino, al comemierda, al chinchón, al burro… Pero es algo anecdótico: en su ecosistema lúdico habitual no hay espacio para sotas de bastos ni reyes de copas, sino para los Mii de Tomodachi Life, los bichos virtuales de Animal Crossing, los monstruos de Undertale, Super Mario y su princesa, los supervivientes –cómo no– del adictivo Fortnite...
Según un reciente estudio, los menores de entre 5 y 16 años pasan unas dos horas y media cada día de su tiempo de ocio frente a las pantallas de dispositivos móviles, para desesperación de la primera generación de padres digitalizados a la fuerza con hijos 'gamers' que ya no juegan en la calle. Nora y Sara se encogen de hombros. «Como mucho podemos estar una hora jugando, a veces solas y otras veces en red, con amigos. Preferimos ver series o vídeos en YouTube. Pero sí conocemos a chavales que están muy enganchados a juegos como el Fortnite», aseguran, mientras miran de reojo al móvil en el que acaba de entrar el enésimo 'whatsapp' del día.