Ni rastro de don Vito
El pueblo siciliano de Corleone lleva décadas dirimiendo si quiere sacudirse su fama de meca mafiosa o aprovecharla para atraer turistas
Luis López
Lunes, 20 de abril 2015, 18:29
En las tardes de verano el sol abrasador aplasta las calles desiertas de Corleone y sólo se escucha, a lo lejos, el rechinar de las cigarras en los campos amarillos. Parece tranquila la capital mundial de la mafia. Ningún vestigio aparente de las décadas de violencia que sufrió este pequeño pueblo siciliano durante el siglo pasado. Y tampoco se parece al que sale en la peli 'El Padrino'.
Es una relación particular la que mantienen los 11.000 habitantes de Corleone con su fama planetaria -merecida- como meca de la Cosa Nostra. De un lado ya les cansa que todo forastero que llega busque encontrarse con don Vito al doblar cada esquina e incluso frivolice con su historia sangrienta, muy alejada de la épica cinematográfica. De otro, no son pocos los oportunistas que han montado negocios con todo tipo de merchandising inspirado en la mítica saga cinematográfica de Francis Ford Coppola.
Pero por aquí no hay ni rastro de don Vito. Tampoco de su hijo Michael Corleone (Al Pacino), que fue quien vino a refugiarse a Sicilia tras vengar el atentado contra su padre ajusticiando al poli corrupto McCluskey y a 'El turco', mafioso de los de peor calaña. Porque, en realidad, todas las escenas que corresponden a este emplazamiento -como aquellos paseos vigilados con la dulce Apolonia- se grabaron en otros lugares. En concreto, en dos pueblecitos de la misma isla: Forza DAgro y Savoca. Fue necesario irse hasta allí porque a comienzos de los años 70 estas dos últimas poblaciones costeras mantenían más encanto rural que Corleone, lugar hosco donde, además, mataban a la gente.
Pero es que la mataban de verdad. No sólo en los lejanos años 70. También en los 80 y en los 90. Porque Corleone ha parido a los capos más feroces de la mafia siciliana, esos que pasaron por encima de las grandes familias de Palermo en la segunda mitad del siglo XX. De aquí es Toto Riina, condenado en 1993 a varias cadenas perpetuas por su implicación probada en 150 asesinatos, de los que 40 habían sido ejecutados por él personalmente. Le sucedió en el trono criminal su compa Bernardo Provenzano -condenado, entre otras cosas, por asesinar al juez Falcone-, que se escondió durante cuatro décadas en las afueras del pueblo. Fue arrestado en 2006, cuando tenía 73 años, en una casa de campo a sólo tres kilómetros de Corleone, donde también vivían su mujer y sus dos hijos. ¿Cómo es posible que aguantase todo ese tiempo huido y sin ni siquiera haber salido de la isla? Tiene mucho que ver la 'omertà', el pacto de silencio que no sólo vinculó a los compañeros de armas sino a toda una sociedad dominada por el miedo.
Dicen los vecinos que ahora las cosas están más tranquilas. En realidad, la mafia parece haberse reconvertido en un grupo de poder que se vale de herramientas más refinadas que la clásica escopeta de dos cañones que los capos históricos utilizaban para administrar su justicia. Lo saben bien esos empresarios a quienes, educadamente, algún desconocido o algún cargo político local les indica hacia dónde dirigir sus inversiones o con qué proveedor local contratar ciertos servicios. Todo muy sutil.
Pero, al menos, los asesinatos ya no están a la orden del día. Y cuando el sol se aplaca en esas jornadas veraniegas y bochornosas las ancianas vestidas de negro salen a pasear sus recuerdos. Los hombres toman las aceras con sus sillas de madera y conversan en el dialecto local. A veces llegan turistas, porque Corleone está en el corazón árido de Sicilia y es lugar de paso entre Palermo, en la costa norte, y Agrigento, al sur. Lo habitual es sacarse una foto en el arcén, junto al cartel que da la bienvenida al pueblo.
Pero esta localidad de resonancias siniestras ofrece más. Para entender la historia es bueno pasarse por el Centro Internazionale di Documentazione Sulla Mafia e Movimiento Antimafia. Es un museo donde, entre otras cosas, se homenajea a Falcone y Borselino, los jueces antimafia asesinados. La visita resulta emocionante porque en una primera sala se exhiben los documentos -en cientos de tomos- de los macrojuicios de los años 80; y luego, fotografías crudas tomadas por la periodista Letizia Battaglia muestran la actividad mafiosa en todo su esplendor. Los cadáveres en blanco y negro parecen peleles en posturas grotescas. No son casuales esas composiciones porque, tras la muerte, los sicarios querían dejar el mensaje de cuál había sido el motivo del ajusticiamiento. Un ejemplo: quien era encontrado boca abajo, con la cara contra el asfalto y las manos en los bolsillos, era simplemente alguien inocente que había visto algo que no debía ver. Un testigo incómodo.
Todo lo anterior es seguido por imágenes en las que se muestran las dos sicilias: la de las fiestas opulentas de los mafiosos, y la rural; los retratos de los grandes capos, y los de quienes les combatieron; las familias sonrientes de los asesinos que posan felices, y las miradas vacías y vidriosas en los funerales de sus víctimas.
Lo curioso del asunto es que todos parecen ser gente normal, así que uno sale de Corleone pensando que don Vito puede ser cualquiera.