Muchos oficiales estadounidenses creían también que ese debía ser el destino del principal responsable del traicionero ataque a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941 durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero algunos analistas políticos de Washington se oponían a que el Hirohito fuera juzgado no porque pensaran que era inocente, sino porque creían que ese acto de culpabilidad iba a exonerar del castigo a otros importantes criminales de guerra. Si el emperador asumía toda la culpa y recibía el correspondiente castigo, ¿cómo podrían ser acusados los oficiales japoneses que ordenaron asesinar a prisioneros aliados y a cientos de miles de civiles inocentes en Filipinas y en otros países asiáticos? Esos oficiales eran subordinados del emperador.
Pero también hubo quienes aconsejaron enjuiciar a Hirohito, como el jefe del Tribunal Internacional del Lejano Oriente, Joseph Keenan, que nunca entendió por qué el emperador no había sido obligado a asistir a la rendición de su país que se firmó a bordo del acorazado Missouri en la bahía de Tokio el 2 de septiembre de 1945. Truman le evitó esa humillación y ordenó a Keenan no intervenir contra el emperador ni contra ningún miembro de la familia imperial. Al igual que el inquilino de la Casa Blanca, MacArthur pensaba que Hirohito era el símbolo de Japón y que destruirlo podría dar lugar a la desintegración de la nación o al caos y la violencia en las calles, lo que complicaría mucho las labores de ocupación y pacificación que llevaban a cabo sus hombres.
MacArthur creía que someter al emperador japonés a un juicio por crímenes de guerra supondría mantener durante años una guarnición de un millón de estadounidenses para tratar de frenar el crecimiento del comunismo y el caos administrativo del país. Los estadounidenses hicieron correr la historia de que a Hirohito lo habían engañado los militares. En realidad, en Washington todos sabían que eso no respondía a la verdad. El emperador siempre estuvo informado de las decisiones de la cúpula militar japonesa.
Durante los años de ocupación, caracterizados por la cordial colaboración entre japoneses y estadounidenses, el mayor colaboracionista fue el propio Hirohito.
Los japoneses se sorprendieron al ver que el emperador seguía en el trono. Estaban convencidos de que, en el mejor de los casos, Hirohito sería obligado a abdicar.
Muchos oficiales estadounidenses creían también que ese debía ser el destino del principal responsable del traicionero ataque a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941 durante la Segunda Guerra Mundial
Pero algunos analistas políticos de Washington se oponían a que el Hirohito fuera juzgado no porque pensaran que era inocente, sino porque creían que ese acto de culpabilidad iba a exonerar del castigo a otros importantes criminales de guerra. Si el emperador asumía toda la culpa y recibía el correspondiente castigo, ¿cómo podrían ser acusados los oficiales japoneses que ordenaron asesinar a prisioneros aliados y a cientos de miles de civiles inocentes en Filipinas y en otros países asiáticos? Esos oficiales eran subordinados del emperador.
Pero también hubo quienes aconsejaron enjuiciar a Hirohito, como el jefe del Tribunal Internacional del Lejano Oriente, Joseph Keenan, que nunca entendió por qué el emperador no había sido obligado a asistir a la rendición de su país que se firmó a bordo del acorazado Missouri en la bahía de Tokio el 2 de septiembre de 1945. Truman le evitó esa humillación y ordenó a Keenan no intervenir contra el emperador ni contra ningún miembro de la familia imperial. Al igual que el inquilino de la Casa Blanca, MacArthur pensaba que Hirohito era el símbolo de Japón y que destruirlo podría dar lugar a la desintegración de la nación o al caos y la violencia en las calles, lo que complicaría mucho las labores de ocupación y pacificación que llevaban a cabo sus hombres.
Muchos soldados no entendieron por qué no obligaron al emperador de Japón a asistir al acto de rendición
MacArthur creía que someter al emperador japonés a un juicio por crímenes de guerra supondría mantener durante años una guarnición de un millón de estadounidenses para tratar de frenar el crecimiento del comunismo y el caos administrativo del país. Los estadounidenses hicieron correr la historia de que a Hirohito lo habían engañado los militares. En realidad, en Washington todos sabían que eso no respondía a la verdad. El emperador siempre estuvo informado de las decisiones de la cúpula militar japonesa.
Durante los años de ocupación, caracterizados por la cordial colaboración entre japoneses y estadounidenses, el mayor colaboracionista fue el propio Hirohito.
Los japoneses se sorprendieron al ver que el emperador seguía en el trono. Estaban convencidos de que, en el mejor de los casos, Hirohito sería obligado a abdicar.
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