Viernes, 03 de Noviembre 2023, 11:43h
Tiempo de lectura: 3 min
Hay pocos placeres comparables al de abrir al azar un libro y leer una página suelta, o tan sólo un párrafo, que nos deslumbra con un súbito fulgor. Luego, leído ese libro, puede que no nos complazca del todo, que la impresión que nos depare su conjunto no sea tan deslumbrante como la de aquella primera cata, o que a la postre nos parezca incluso mediocre; pero ese fulgor primero, esa 'calidad de página' que descubrimos imprevistamente en él, como exhumadores azarosos de belleza, no se nos olvida nunca. A veces esa 'calidad de página' la descubrimos en un libro arrumbado por las modas, o condenado al purgatorio del desdén, que hojeamos con indiferencia, con esa remolona curiosidad de quien sólo desea espantar el aburrimiento. Pero de pronto, súbitos como relámpagos, brincan ante nosotros una observación delicada, una imagen feliz, un atisbo de recóndita verdad que sirven para explicarnos algún sentimiento dormido, alguna certeza que ya creíamos sepultada y que, de repente, al conjuro de las palabras que acabamos de leer, cobra una renovada palpitación.
En esos remansos de belleza surgida a salto de mata que nos brinda la 'calidad de página', renovamos nuestra fe en la lectura
Quizá en la lectura de ese libro con 'calidad de página' no hallemos el aroma marmóreo de la perfección; pero a cambio nos tropezamos en él con cualidades aisladas que asoman aquí y allá, como las flores silvestres asoman entre los cardos. En esos remansos de belleza surgida a salto de mata que nos brinda la 'calidad de página', renovamos nuestra fe en la lectura; y saboreamos con más intensidad que nunca el gozo de la revelación estética, que nunca nace de la predisposición estudiada, sino más bien de una imprevista asonancia anímica que nos conmueve e intriga. Nuestra lectura alcanza entonces una dimensión privilegiada. Hemos sellado con ese libro en el que hallamos la 'calidad de página' una amistad definitiva que no se circunscribe a los pasajes que nos conmovieron o deslumbraron, sino que extiende su reverberación sobre el resto, atenuando sus defectos, impregnándolos con una luz distinta que los mitiga y redime. Quizá, a medida que avancemos en la lectura, nos topemos con páginas que nos enojan, pero salvaremos ese obstáculo con facilidad, porque nuestro ánimo ya ha sido conquistado por el hallazgo impremeditado de la 'calidad de página'. Luego, cuando devolvamos ese libro a su anaquel, sabremos que el vínculo que hemos entablado con él nos acompañará para siempre, como una semilla que se hace árbol frondoso en nuestra memoria. Y conste que, del mismo modo que hay libros deficientes o frustrados a los que redimen la reverberación de esa 'calidad de página', hay otros muchos muy ilustres (y hasta escuelas literarias enteras) sin 'calidad de página' alguna.
Pero ¿en qué consiste la 'calidad de página' entonces? No se trata, desde luego, de escribir de un modo más preciosista; tampoco de un modo más despojado o conciso. Se trata de que el escritor esté presente en cada línea escrita, de que su estilo personal e intransferible contagie con unas décimas de fiebre cada palabra que brota de su pluma; se trata de que la suya no sea una impersonal escritura de acarreo; se trata de que, por un momento, mientras leemos sus palabras, sintamos su mano temblorosa entre las nuestras. Con los libros con 'calidad de página' nos ocurre luego lo mismo que con los paisajes que habitaron nuestra infancia. Quizá los senderos que acogieron nuestras huellas se hayan borrado, invadidos por las zarzas, pero basta con que nuestra mirada se pose sobre las palabras que en otro tiempo hicimos nuestras para que, entre las ruinas de la memoria, se abra una galería subterránea en la que siguen latiendo aquellas emociones que creíamos abolidas y que, sin embargo, no se resignan a morir, porque la emoción verdadera, por muchas paletadas de tierra que hayamos arrojado sobre ella, siempre alienta al fondo, dispuesta a contagiarnos otra vez su anhelo, dispuesta a convertirse otra vez en pasión impetuosa, en felicidad fugitiva y perdurable. Y en esa biblioteca del azar que es nuestra memoria, en ese templo tumultuoso donde hiberna el rumor de los cientos o miles de libros que han abrevado nuestros ojos, aquel libro con 'calidad de página' que nos contagió sus décimas de fiebre relumbra más que ninguno.
Cada vez es más difícil leer libros con 'calidad de página'. Se impone la escritura de acarreo, puramente funcional, impersonal, mazorral, indistinta; y con ella las historias estereotipadas, calculadas, monótonas en su despliegue de trucos y efectismos baratos. Estamos maduros para que nos escriba los libros la 'inteligencia artificial' (si el oxímoron es tolerable), que nunca podrá tendernos su mano temblorosa, para que la sintamos entre las nuestras.
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