Sábado, 07 de Mayo 2022, 01:15h
Tiempo de lectura: 2 min
Estaba leyendo una novela de una joven autora que describe cómo, después de un encuentro sexual, una chica se despierta al lado de un chico al que ha conquistado tras numerosas peripecias. El sol empieza a entrar por la ventana, los pájaros cantan, su enamorado no se ha ido en mitad de la noche como ella temía... y, en ese preciso instante de extática beatitud, la protagonista empieza a pensar en todas las personas que en ese mismo instante en el mundo están siendo violadas, torturadas, acusadas injustamente, asesinadas. Cuanto más beatífica es su propia situación, más negras son las imágenes que la asaltan. Ese párrafo me afectó profundamente. Lo leí y releí varias veces. Dejé el libro en la mesita de noche y me levanté a por un vaso de agua. Miré por la ventana. Eran las dos y media de la madrugada. Supe que me esperaba una noche en blanco.
Lo que acababa de leer había resonado en mí con el eco de una melodía conocida. Toda mi vida, desde niña, en los momentos más felices, he sentido cerca la sombra del dolor de los otros. Y me estallaba (y me estalla) la cabeza cuando me comía un helado y pensaba en toda la gente que llevaba días sin comer.
Dejé el libro en la mesita de noche y me levanté a por un vaso de agua. Miré por la ventana. Eran las dos y media de la madrugada. Supe que me esperaba una noche en blanco
Nunca he podido entender totalmente cómo pueden suceder tantas cosas horribles y maravillosas al mismo tiempo, exactamente al mismo tiempo, en el mundo. Lo que es peor es que soy penosamente consciente de que el hecho de que yo sufra o deje de sufrir por los horrores que pasan lejos de mí da exactamente igual. Que es un sufrimiento estéril, inútil...
Ahora mismo, cada día miro obsesivamente los vídeos de animación que la artista ucraniana Marynka Dovhanich publica cada día en Instagram (@odminey) desde que empezó la guerra, acompañados de textos breves donde describe su día a día: el miedo, los sueños, las esperanzas rotas, los súbitos ataques de pánico, la desesperanza, la rabia... Con trazos rotundos y colores vivos, Marynka transmite con crudeza y sensibilidad el dolor de vivir inmerecidamente una situación espantosa.
Habla de ese momento en el que oyó la primera explosión y todavía nadie creía que lo que sucedía estaba sucediendo. Cuenta cómo mira obsesivamente Google Earth para ver cuántos edificios de los que conoció están todavía en pie, cuántos han sido destrozados. Cómo el consumo de dulces está dañando seriamente la dentadura de mucha gente. Cómo con cada crimen, con cada violación, crece el odio al invasor. Los vaivenes continuos de su estado de ánimo. Las conversaciones con su abuela, que mantiene el temple aunque las bombas caen cada vez más cerca. Y, entre todo el horror, una canción de su infancia, un gatito rescatado de las ruinas, el rostro de una mujer que sale a ofrecer huevos de Pascua, la sacan por unos instantes de la pesadilla de una guerra que parece que nunca va a acabar. Leer los textos y mirar los dibujos de Marynka cada día me vuelve a colocar en ese estado de quieta desesperación que, supongo, no me abandonará mientras viva.
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