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Mi hermosa lavandería

En esos momentos

Isabel Coixet

Sábado, 28 de Agosto 2021, 01:22h

Tiempo de lectura: 2 min

Hay días de verano en los que cuesta pensar. Y caminar y leer y comer patatas fritas. O cruzar la acera, contestar al teléfono, tender la ropa, pensar en la lista de la compra, qué falta en la nevera o ¿comemos hoy fuera? Hay días de verano en los que cuesta respirar. Sientes como si el mundo exterior a ti, el que no está a tu alcance pero cuya sombra onerosa sientes todo el rato, se hiciera más pesado, más presente, hiriente e inexpugnable.

La tierra arde. La tierra tiembla. Las lluvias arrasan tras sequías inmemoriales. La geopolítica deviene en una farsa ante la que sólo cabe reaccionar con furia y estupor. No hace falta cerrar los ojos para ver todo el dolor que les espera a millones de personas que, por ese azar que nadie ha reclamado, nacen en Haití, en Afganistán, en Chad, en Yemen. En lugares donde cada paso que se da para una vida mejor se convierte en una pesadilla por razones ajenas a sus habitantes, que sólo pueden explicarse por la infalible mezcla de la codicia y el fanatismo, aliñados con soberbia, resentimiento y falta absoluta de empatía.

Los pueblos que conocen su historia sí pueden estar condenados a repetirla, porque conocen la historia que desean conocer, la que justifica mejor sus hazañas presentes

Me veo a mí misma mirando con odio las fotografías de los talibanes en el palacio presidencial en Kabul: no puedo sentir la más mínima empatía con sujetos que no me considerarían a mí digna de ella. Que no consideran a ninguna mujer digna de ella. Me hago preguntas absurdas: de poseer un dron selectivo que acabara con ellos, ¿lo utilizaría? ¿Existen otras maneras de acabar con ellos? Si los billones de dólares que se gastaron contra ellos no han conseguido eliminarlos, ¿qué pasará ahora?

Todos esos misiles, rifles, balas, cohetes ¿han terminado simplemente sufragando el exilio dorado de los gobernantes corruptos? ¿Es la corrupción la lacra que hay que combatir? ¿Es la codicia el último refugio de los descreídos, de los que nunca fueron inocentes? ¿Cómo convencer a un hombre que ha crecido viendo cómo se trata a las mujeres de su alrededor –peor que a los perros– de que no es humano seguir perpetuando ese trato, que no tiene el más mínimo sentido? ¿No lo sentirán así alguna vez en su fuero interno, ni tan siquiera unos instantes?

¿Cuál es nuestra responsabilidad en todo esto? ¿Basta con firmar peticiones, protestar, estar alerta, enviar dinero, ayuda?, ¿basta con eso?

Una de las cosas que más me chocó en el primer año de universidad, cuando asistí a las clases de Josep Fontana en Introducción a la Historia, fue darme cuenta –y Fontana lo contaba con un fatalismo inigualable– que, contrariamente a lo que yo creía a pies juntillas, los pueblos que conocen su historia sí pueden estar condenados a repetirla, porque conocen la historia que desean conocer, la que justifica mejor sus hazañas presentes.

En esos momentos en que el verano me ahoga y siento que lo que pasa me supera, recurro a las nubes que pasan veloces, hoy que hace viento; al agua del río, que pasa como terciopelo sobre las piedras; al sonido de las ramas que crujen chocando unas con otras, mecidas por el mismo viento que empuja a las nubes. Y siento que, en algún lugar del mundo, los que sufren agradecen que no los olvidemos.