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El último sorbo. Oficinas de la factoría con documentación desperdigada por los suelos, chatarreros atraviesan los tejados y cajas de batidos caducados apilados en un almacén. :: REPORTAJE FOTOGRÁFICO: FERNANDO GÓMEZ
El mal trago de Beyena
reportaje

El mal trago de Beyena

La ilustre lechera de Bilbao está abandonada a su suerte, víctima de los saqueadores

JORGE BARBÓ

Domingo, 15 de mayo 2011, 13:02

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Generaciones de vascos han crecido delante de un tazón de leche Beyena cada mañana. De la factoría que la firma mantenía en el alto de Castrejana salían a diario cientos de camiones y furgonetas cargadas con los envases, listos para ser consumidos en los hogares de la villa. El negocio parecía sólido como el hierro. Sin embargo, la lechera bilbaína no terminó de adaptarse a los nuevos tiempos. Tras una lenta agonía, los últimos 'bricks' salieron del Monte Kobetas en mayo de 2000. Más de una década después, la emblemática factoría láctea resiste en pie. Abandonada a su suerte y víctima de los ladrones de chatarra ahora espera, desnuda y con incertidumbre, la llegada de la piqueta.

En uno de los muros del edificio de oficinas de Beyena se adivina el logotipo de la histórica lechera. A pesar de la desconchada pintura, todavía se puede apreciar la imagen naíf de un niño apurando un vaso de leche. A su lado, una vaca le vigila atenta con una actitud casi maternal. La misma mirada bovina veía cada día como los operarios de la factoría franqueaban apresurados una imponente verja de color verde para acudir al tajo a tiempo. Una década después, el portón ha desaparecido. Fue la primera víctima de los saqueadores que han tomado las instalaciones de la lechera con el único objetivo de llevarse todo el material posible que pueda ser vendido como chatarra.

Hace apenas tres meses que los últimos moradores de Beyena hicieron la maleta. Se trataba de la empresa SDA, dedicada al suministro para hostelería. Y como en cualquier mudanza, siempre hay algún objeto que se queda olvidado por el camino. Abundante documentación -cuentas corrientes, pagarés y otras facturas entre otros-, palés repletos de batidos caducados y los medicamentos quedaron desperdigados por los pabellones.

Los últimos inquilinos de la lechera pronto tuvieron relevo. Primero, los vándalos tomaron la factoría, dejando su huella en forma de graffiti en muros y paredes. Después, los ladrones de chatarra irrumpieron en las instalaciones de Castrejana. Con una rotaflex y unos sopletes como única ayuda, los saqueadores han desmantelado las instalaciones, que parecen haber vivido un holocausto nuclear. Tuberías, cables de cobre, arquetas de hierro, marcos de ventanas e, incluso, la chapa de los tejados son los peculiares 'tesoros' de estos buscadores de chatarra.

«Como hormigas»

«Son como hormigas, trabajan todo el día, las horas que haga falta sin miedo a nada», aseguran fuentes cercanas a los propietarios de la factoría. «Son como el 'Equipo A' de la demolición», bromean. En pequeños grupos «de hasta 20 o 30 personas», los desvalijadores han llegado a demoler parte los edificios para extraer el metal del encofrado de hormigón. A plena luz del día o de noche, su tarea sólo se ha visto entorpecida por la vigilancia policial. Sin embargo, las continuas incautaciones e identificaciones que han efectuado los agentes no han conseguido amilanar a los rapiñadores. Desde marzo, cuando la Policía Municipal realizó la primera operación en el recinto hasta el pasado 11 de mayo, la guardia urbana ha tenido que intervenir en media docena de ocasiones. Para evitar que los hurtos continúen y, sobre todo, por motivos de seguridad, los propietarios han decidido levantar un muro alrededor del edificio.

Los muros de la fábrica de Beyena no han sido los únicos testigos de cómo los ladrones iban desmantelando uno de los iconos del pasado industrial de Bilbao. Un vecino de las Siete Campas suele bordear las instalaciones a diario. Es el camino obligado para llegar desde casa a su pequeño huerto, donde cultiva «un poco de cada cosa». «Es una lástima como se ha echado a perder todo esto», lamenta, señalando los pabellones con el brazo que le queda libre. El otro lo aprovecha para sujetar al hombro su cachaba, de la que cuelga una bolsa por la que asoman unas acelgas recién cogidas. «Me da mucha pena. Con 17 años, trabajé en estas obras de peón», recuerda. «Y ahora, en sólo dos meses se lo están llevando todo».

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