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La obra y los personajes de Eguillor -'Mari Aguirre', 'el profesor Lertxundi', 'Miss Martiartu'-, cuyas tiras cómicas comenzaron a publicarse en EL CORREO en 1968. Se despidieron en los 70 y volvieron fugazmente en 1995.
Morir en las islas Caimán
CULTURA

Morir en las islas Caimán

ANTXON URROSOLO

Jueves, 24 de marzo 2011, 10:52

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Una tarde de agosto, mientras tomábamos café en su casa de Madrid por cuyo balcón abierto trepaba la vida desde la calle con una sinfonía de gritos de niños, olores a palomitas de maíz y gente tostándose al sol junto a una estatua, me confesó: «Prefiero morir antes en las Islas Caimán que en una residencia de ancianos». Juan Carlos era un impenitente viajero, que siempre volvía a recalar en Bilbao, su «útero» materno. La última vez que nos vimos regresaba de Bangkok y allí, en la soledad de un hotel, a punto estuvo de conseguirlo. Para sus amigos, aquel achaque fue el primer aviso; la preocupación interesada y egoísta por su salud de los muchos que le queríamos porque, como dijo Guillén, «no es el muerto el que se muere, se muere quien os cuenta el cuento».

Generoso, desinteresado, tierno e irónico, sostuvo entonces que en esto de las necrológicas «nada debe dejarse al azar para evitar la mala literatura o los sobresaltos. Fíjate en Borges, las dejó escritas él mismo». Pero Juan Carlos no tenía ninguna intención de hacerlo porque estaba demasiado ocupado en vivir, pese a que sabía mejor que nadie en qué momento empezó a morirse: el día en que el Bilbao del horror y la maravilla, de la metalurgia y las tardes lluviosas, del sobresalto y la sorpresa, se hizo previsible para convertirse en melancolía. Un día se vio mirando escaparates en la Gran Vía y se quedó sin estímulos, perdió su vieja capacidad de asombro. Por primera vez se sintió extraño en la ciudad que había recreado e idealizado. ¿Dónde volver cuando el mundo se acaba?

Para el dibujante, aquel Bilbao no sólo era el enclave ultrarromántico de su obra, el corolario de su poética, el lugar donde siempre residía aunque estuviera lejos. Era su sello, desde el que contemplaba la vastedad del universo, un universo que cabía en los estrechos márgenes de la ría.

Le gustaban las librerías de viejo, los cafés, los viajes, los amigos, los atardeceres, las tiendas de toda la vida, los caramelos de Santiaguito, los pasteles de Martina de Zuricalday, el desaparecido restaurante Txoko Eder, los cantones del Casco Viejo y lo kitsch que defendió en la serie 'Bilbao contra la berza', una propuesta pop de guiños irónicos sobre motivos del país. A esa escenografía de lauburus, amonas en bajorrelieve, llaveros de zazpiak bat, posavasos con ikurriña, figuritas de aizkolaris, dantzaris, harrijasotzailes y hombres con cencerro, de platos heráldicos de porcelana. A esa coartada de etnografía la bautizó como 'lo euskocañí'.

«Si te fijas bien -solía decir- no hay ninguna diferencia entre el torero del Anís Machaquito y el repujado con aizkolari, entre la muñeca de faralaes y la Poxpoliñe, entre la miniatura de bailaora y la del pelotari, entre el toro de Osborne y el buey souvenir de arrastre. Todo es lo mismo, aunque nos creamos diferentes».

Pero aquella esperanzada mirada se volvió un día en un gesto de hastío y desestimiento, de abandono, de aceptación de la derrota, de la imaginación y del triunfo de lo políticamente correcto, de rendición: «Aquí la berza siempre gana, no hay ironía que resista», me dijo una tarde en el hospital de Basurto después de su último achaque, cuando el padre Arregui, capellán del centro, se empeñó en acompañarme deseoso de conocerle. De aquel delicioso encuentro entre un creyente y un agnóstico, trufado de los peores chistes del páter, casi sale un nuevo personaje para su colección de tipos atípicos. El propio Eguillor pudo haber sido un personaje creado por él mismo.

Para él, lo cómico, parafraseando a Kant, era la reducción a la nada de una gigante expectativa. Acaso también la vida, gigante expectativa, y la muerte, su reducción a la nada, son algo cómico para el que se va y trágico para los que nos quedamos con su memoria. Ese montón de gente que disfrutamos de un amigo, porque no es el muerto el que se muere, se mueren quienes cuentan el cuento.

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