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No disparen al pianista
ESCRITO EN NEGRO

No disparen al pianista

El folclore americano disfrazó de tiradores virtuosos a los vaqueros que descargaban el 'colt' por jolgorio

MARTÍN OLMOS

Domingo, 13 de febrero 2011, 04:07

En 1882 Oscar Wilde dejó temporalmente los salones de Oxford, Cambridge y Salisbury y se embarcó, con sus botines blancos de piqué y un alfiler en la corbata, en una gira de lectura a través de los Estados Unidos. En una de las escalas debía largar una disertación sobre la ética del arte en Leadville, Colorado, que no tenía pinta de ser el mejor sitio para iniciar un monólogo diletante. Leadville era un enclave minero levantado a 3.000 metros de altura en las Montañas Rocosas, allí todo el mundo llevaba revólver y le advirtieron que probablemente le matarían a él y a su director de 'tournée'. Oscar Wilde contestó que no le intimidaba nada de lo que le pudieran hacer a su director de 'tournée' y leyó fragmentos de la autobiografía de Benvenuto Cellini a los cavadores borrachos en el Tabor Opera House. Encontró aquella jornada verdaderamente encantadora y nada peligrosa. En ese mismo teatro, la noche anterior, habían ahorcado a un hombre. Le suspendieron por el cuello con una soga de cáñamo sobre el escenario pero el reo consiguió desasirse de las ligaduras de las muñecas y trepó la cuerda que le ahogaba con la intención de alcanzar las bambalinas. El distinguido público, que llenaba la platea a rebosar, desenfundó sus Colts de seis tiros y cumplimentó la condena tirándole al penante sin levantarse de sus butacas, como escopeteros de domingo disparando al paso del pichón. A Wilde le entusiasmó la ausencia de complejos de las desenfadadas gentes del Oeste Salvaje a la hora de administrar la punición y cuando acabó la conferencia se acercó a probar el licor local a una lonja de bailar en donde observó «el único sistema racional de crítica de arte». Sobre el piano había clavado un cartel impreso que decía: «Se ruega al público que no tire sobre el pianista, lo hace lo mejor que puede».

En el Oeste Salvaje la mortalidad entre el gremio de pianistas fue asombrosa pero era más probable que sus habitantes obtuvieran su billete al purgatorio por la coz de un percherón, por la viruela o por la desnutrición. El clima era duro, las oportunidades no crecían en los árboles y casi todo lo que brotaba tenía pinchos. Sin embargo, las novelas amarillas, el circo de Búfalo Bill y la necesidad de un país escaso de pasado de una saga folclórica propia pintaron la llanura como un lugar en el que se cruzaba un duelo a pistola entre dos caballeros honorables en cada curva del camino. Como no había Percevales fue el vaquero, el cowboy o buckaroo, el que asumió el cartel heroico cuando no era mucho más que un amarravacas nómada que acababa hecho un cisco por la artrosis.

Pendencias de saloon

La leyenda violenta del Oeste Americano nació de las tardes en las que estos hombres recibían la paga y se la iban a fundir en las ciudades ganaderas, que se convirtieron en la imaginación de los pusilánimes en sucursales del infierno. Su reinado duró quince años escasos, desde 1865 hasta que el ferrocarril de Chicago llegó a Texas y las rutas a caballo entraron en decadencia. Hasta entonces el vaquero se pasaba meses oyendo mugir a los terneros, durmiendo al raso y tragando el comistrajo que carbonizaba un cocinero que no era francés, y cuando llegaba a Dodge City, en la mitad del camino entre San Luis y Santa Fe, encajonaba las reses y recibía la soldada. Una recua de jóvenes en edad de merecimiento, recién cobrados y con los pantalones en ascuas tendían a la revuelta, se daban un baño y se iban a buscar a las magdalenas a las 'parlour houses', las casas de recibir (parlour viene del latín parlatorium, que era la habitación del convento en la que se recibían las visitas), a librar la timba y a entregarse a empinar el codo, contar mentiras y buscar camorra. La costumbre no es intrínseca a ninguna parte y en cualquier emplazamiento en el que se cruce un salario recién sacado del sobre, el naipe ingrato, los licores desbravados y las rufianas de farol acaba en gresca antes del amanecer. Ocurre en cualquier puerto de mar cuando desembarca marinería que lleva tiempo en salitre y en el bailongo en el que el chaval del taller se engancha con el búlgaro de la puerta la noche del primer sábado del mes. Al obrero hay que pagarle lo justo y no de golpe, para que no se lo gaste todo la misma noche en pendangas, en el dado y en azumbres de peleón y lo mejor es someterle al ahorro y a un plan de pensiones.

El factor de diferencia de las peleas vaqueras era la cotidianidad del revólver de seis tiros, que convertía las discrepancias en lutos a nada que se acercasen los contertulios. A los cowboys, además, no se les exigía ser Sócrates sino que fuesen capaces de mantenerse en una relativa verticalidad sobre un penco y que supieran diferenciar una vaca de un carnero. A la hora de disparar al aire los rudimentos de Newton les resbalaban como el agua sobre el lomo de una nutria y el que no se hería a sí mismo le tiraba al escaparate de la barbería o al sombrero del alcalde. O sobre el pianista, si desafinaba cuando emprendía 'El alegre peregrino y la hija del vicario'.

Cuando se desata la disputa en su vertiente física uno zurra con lo que tiene más a mano, con lo que le es familiar, y lo que use determina la gravedad de la herida. El arma escribe su impronta y puede hasta nombrar a un barrio. Los mineros de Bilbao de principios del veinte usaban una palanca de hierro para meter la barrena en la tierra y se la llevaban al barrio de lujuriar cuando cobraban, la apoyaban en el quicio de las pecaderías y si salía tángana se atizaban con ellas y quedaba de saldo labor de costura al amanecer. Quedó también el nombre vernáculo para decir la calle.

Para el vaquero de los llanos el revólver, igual que el lazo de trenza y el hierro de marcar, era una herramienta familiar, como para el barrenador el palancón. Lo usaban para espantar las reses, para enrollar alambre de espino y para moler el café, descuidaban su mantenimiento y no lo renovaban porque era un artículo caro, con lo que la mayor parte de ellos disparaban balas que podían doblar una esquina. Las calles de los salones se convirtieron en las avenidas del Colt pero la puntería de los beligerantes no llegaba ni a decente y los tiradores virtuosos fueron las exageraciones de los homeros. Escribieron que el Salvaje Bill Hickok podía deshojar una margarita en el aire a balazos pero en realidad disparaba contra bultos grandes sin observar mucho criterio y en una ocasión, en Abilane, le pegó un tiro a su propio ayudante cuando oficiaba de hombre de ley. En el tiroteo del O.K. Corral se dispararon a una distancia de apenas dos zancadas y fue más complicado marrar que atinar y se sabe que el bandido Billy el Niño mató con seguridad a cuatro hombres en vez de a los veintiuno que le atribuyen (uno por cada año que vivió). Otros, en cambio, no querían cargar méritos de adorno y John Wesley Harding, que fue pistolero y abogado (dos empleos para los que no es necesario el uso del corazón) negó haber matado a tres hombres por roncar. Aseguró que por ese motivo sólo asesinó a uno.

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